martes, 22 de septiembre de 2009
Las piernas de Marta, Heidegger y una cruz chillidiana
Esta mañana temprano he ido a San Sebastián para verle las piernas a Marta Etura pero no ha habido suerte, aunque es cierto que el Festival de Cine tiene muy ambientada a la ciudad. De Marta, sin embargo, ni rastro. En su lugar, en el tren, he tenido un ratito de emoción frente a una estudiante, acompañada de dos amigas, con una configuración perimetral muy de mi gusto, una media melena de las que me satisfacen (ya sabes que tengo prevención hacia las melenas leonadas) y dos piercing plateados estratégicamente situados, uno en la aleta nasal izquierda y otro debajo del labio inferior. Llevaba unos vaqueros (lo que es facilmente perdonable a edades tempranas), una blusa azul marino de cuello alto ligeramente chorreada, que le ponía una nota tierna al conjunto y una rebeca gris perfectamente ceñida y enalteciente.
Por descontado, una vez percibidos los detalles de su rostro (todos ellos muy agradables, en especial la boca carnosa y sensual) no he vuelto a levantar la vista. Me he limitado a miradas oblícuas, veloces y discretas, aprovechando las circunstancias del viaje y de la conversación que mantenían las jóvenes. En dos ocasiones ella ha girado la cabeza hacia atrás, lo que denota gran curiosidad y en otra, ha procedido a cerrarse un botón superior de su chaqueta, a la vez que se la ceñía, sin duda intranquila porque su sistema nervioso le estaba transfiriendo datos equivocados sobre mi persona.
Una vez en la biblioteca he andado urgando en la bibliografía de Martín Heidegger y la he encontrado mucho más abultada de lo que podía imaginar. Se ve que por esta biblioteca han pasado gentes muy dadas a las amenidades filosóficas existencialistas. Después de consultar el fichero me he ido a la estantería correspondiente y me he percatado de que la escritura de este alemán ha sido oceánica, amén de oscura, sinuosa, complicada y extrañamente atractiva. Casi te diría que me he alegrado de haber caído a tan avanzada edad en las redes de este hombre pues, de lo contrario, y pese a mi recelo e ineptitud manifiesta por la filosofía, no sería imposible que hubiese sufrido una de mis arrebatos llamémosles intelectuales y anduviese, a estas alturas, enfangado hasta la coronilla en el “ser en sí” y el resto de la jerga heideggeriana. La culpa de este tardío interés por Heidegger hay que buscarla en el libro Un maestro de Alemania (Martin Heidegger y su tiempo), un tomazo de 600 páginas apretadísimas del que es autor su compatriota Rüdiger Safranski. He hojeado alguno de los volúmenes y, ciertamente, ya no me encuentro con fuerzas para sumergirme en alguno de estos manuales, así que me conformaré con algún artículo, alguna conferencia, alguna entrevista. Otro día, si encuentro tiempo, te escribiré sobre este libro, al que por momentos he llegado a aborrecer y que, sin embargo, no he sido capaz de soltar de las manos. Todavía me quedan unas cincuenta páginas.
No me he entretenido demasiado en la biblioteca porque, además de las piernas de Marta, mi objetivo era airearme un poco pues ayer tuve un día muy complicado, incluída una bronca con el encargado del taller de reparaciones de mi automóvil (de la marca Opel, como bien sabes). Qué desagradable. No sé qué pasa en Guipúzcoa que uno se encuentra gente de una antipatía patológica detrás de los mostradores de atención al público. ¡Y eso a 50 euros más IVA la hora de mano de obra! Buaggg…
Que me he dado una vuelta por el puerto, te digo, después de tomarme un té verde sobre la marcha y a sorbitos minúsculos pues estaba ardiendo. Otro día te contaré sobre la belleza de la encargada de la tienda de tés y cafés.
Hacía una mañana muy agradable, con una ligera bruma y un poco de bochorno, pero muy llevadera después de las lluvias que nos han visitado dos o tres días atrás. En el puerto me he dejado llevar con mi vaso de plástico en la mano. En la dársena que alberga las pequeñas embarcaciones había algunos patos, que caminaban con gran desparpajo por un pantalán y también un cormarán, subido a la proa de una barca, que no paraba de acicalarse su plumaje azabache metiendo la cabeza en el pecho. He pensado en hacerle una foto pero no sacaba la cabeza. Me ha dado pereza coger la cámara. Esta temporada hago pocas fotos. Al final, si te poner a mirar las cosas a través de un visor te obsesionas y te pierdes la mitad de la realidad. No es plan. Una lancha se ha puesto en marcha y ha pasado junto al cormarán. Yo pensaba que el cormarán saldría espantado pero ni se ha inmutado, dale que te pego a su limpieza. Al abandonar el puerto me he fijado en una pequeña embarcación, abarrotada de aparejos de pesca, que se llamaba Satanás. Yo no sé, Daniel, a quien se le puede ocurrir poner semejante nombre a un barco ni a nada de este mundo.
Al terminar el té, sin pérdida de tiempo, me he encaminado a la iglesia de Santa María, recién restaurada. Ya sabes que a mí el barroco no me gusta pero el otro día descubrí que en esta basílica hay una escultura de Chillida y me había propuesto fotografiarla. Por el camino, en la calle Mayor, he visto una concentración de “gentes de progreso” (tu ya me entiendes, Daniel) a las puertas de un teatro. Se trataba del público que asistía a alguna de las proyecciones del Festival. Había una homogeneidad portentosa. Bien pensado hasta yo mismo podía formar parte del grupo. Te pones un fulard, te cuelgas una mochila al hombro y pasas desapercibido en una reunión de estas.
La escultura en cuestión es un gran bloque de alabastro en el que se ha tallado una cruz irregular y asimétrica. El alabastro tiene una textura casi trasparente, un color blanquecino muy delicado y recibe, además, una luz que lo aisla de la penumbra existente en este punto del templo. La obra contrasta radicalmente con el entorno barroco (rococó en el caso de la portada) y parece mantener un diálogo con la pila bautismal. Podría hablarse de un final (la cruz) y un principio (el bautismo). Y entre ambos, un pequeño fragmento de espacio que no es otra cosa que un vacío. La irregularidad en los trazos de la cruz parece una característica de las cruces de Chillida. De esta misma condición es la que se ha instalado en el pórtico de la catedral donostiarra del Buen Pastor. Las cruces de la iconografía cristiana son regulares y simétricas. Este rasgo chillidiano le quita a la cruz cualquier reminiscencia dogmática y, de alguna manera, la humaniza. Representa, en mi opinión, una exaltación de la tolerancia. También he fotografiado a un Cristo muy estilizado y sangriento que hay al lado, obra de un tal Felipe de Arizmendi.
Satisfecho mi propósito no he querido irme sin visitar la capilla de la Virgen del Coro, patrona de la ciudad si no estoy equivocado. La he encontrado llena de mujeres. No sé si rezaban o esperaban el comienzo de una misa. La virgen está en lo alto, de espaldas, y apenas se vislumbra. Hay un Cristo en la cruz, poderoso y retorcido, al que llaman De la paz y la paciencia. El ambiente en el camerino era muy silencioso y recogido, aunque al lado había unas obras de rehabilitación muy ruidosas. He salido de puntillas. El mendigo de la puerta ya se había ido. Era un hombre todavía joven pero muy delagado, avejentado, y con la cara y los brazos ulcerados. Le estaba contando sus desdichas a una mujer mayor que le escuchaba atentamente.
El resto de la excursión la cuento otro día que hoy estoy muy cansado y tengo que ir a preparar la cena.