Una antigua escuela en Y. reconvertida en centro de venta de artesanía. Lugar caro: un bar, varias tiendas.
Una de ellas pertenece a una alemana sesentona, medio chiflada. La tienda está abarrotada de preciosos objetos procedentes de la cuenca mediterránea. La alemana dice que ella los ha diseñado –con materiales ecológicos- y luego los ha mandado confeccionar.
Entra una señora burguesa que habla en un tono muy elevado. Al cabo de unos minutos la alemana le dice que habla demasiado alto, que le está poniendo la cabeza como un bombo, que haga el favor de hablar más bajo. La señora burguesa se queda estupefacta.
Para quitar hierro al ambiente digo que los españoles hablamos demasiado alto. La señora dice que no es española sino uruguaya. Peor, me digo, sin tener la menor idea del tono que usan los uruguayos para hablar, pero imaginándome la herencia que les hemos dejado.
La alemana insiste en que la uruguaya habla demasiado alto, se lleva las manos a la cabeza. La uruguaya dice que va a callarse, que va a pirarse, que a ella no le dice nadie el tono que debe emplear cuando habla.
Yo me regocijo. Admiro a la alemana. Tiene toda la razón. El tono de la uruguaya es insoportable, irrespetuoso, prepotente, vulgarcísimo. Que se vaya de paseo con su tono.
La altiparlante, en efecto, se desplaza a la tienda de al lado. La alemana, entre tanto, se mueve de aquí para allá, intentando poner orden en su tienda. Acaba de abrirla.
Me cae bien la alemana. Admiro su decidida defensa de su tranquilidad, intimidad, sosiego, paz. Le compro un fular de seda. El fular me será útil para proteger mi garganta del aire de Lanzarote.
(jis... jis...)
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