Durante unos diez segundos permanecen quietos y en silencio, observándome, pero enseguida comienza el jolgorio.
Los tres son de lengua española. Vienen con su madre, una inmigrante hispanoamericana.
Amaya tiene siete años, Luis cuatro y Pablo dos. Amaya y Luis son relativamente tranquilos, pero Pablo parece que acaba de tomarse un tubo de anfetaminas.
La madre me cuenta que vienen para que les hagan una revisión. Es una mujer muy preocupada por la buena salud dental de sus vástagos.
Ella me relata que hay mucha gente que no se lava nunca los dientes –entre otros, ay, su propio marido. Y ella –pese a que ya da al consorte por imposible- no está dispuesta a que sus hijos le imiten.
A estas alturas el pequeño Pablo ha descalabrado y tirado al suelo, con entusiasmo, todas las pilas de revistas y de folletos.
Su hermana, una niña muy simpática con dos grandes incisivos entre sus labios, se pone a ordenarlas y, según lo va haciendo el pequeño vuelve a tirarlas.
Me tiene fascinado el enano. La madre se pone a andar detrás de él, agachándose y levantándose y amenazándole con que el dentista le va a pinchar en el culo por portarse tan mal.
En medio de la furibunda actividad, la madre y yo seguimos conversando sobre los hijos y su educación, que es un tema tan socorrido entre progenitores como la climatología en los ascensores ingleses.
En medio del barullo la mujer me cuenta que sus hijos ya están aprendiendo con los ordenadores y yo le digo que me parece algo precoz: mi hija de diez años apenas los ha catado.
--Es por el colegio, ¿sabe?
--¿Por el colegio?
Bueno, si ella lo dice. Mientras el pequeño continúa su labor arrasadora el mediano se ha tumbado entre dos sillas y contempla el mundo al revés, lo que parece divertirle sobremanera.
La niña intenta colaborar con su madre para que el caos no se implante definitivamente en la sala de espera.
Pero no hay forma. La madre, que amenaza a Pablo con atarlo en la silla, lamenta haber venido con los tres, pero al marido le han cambiado el turno y no tenía con quien dejarlos.
Está totalmente desbordada por la menor de sus criaturas, sin que el mediano, ahora me doy cuenta, desmerezca.
Se me pasa por la cabeza que, como Amaya, en cuanto crezca un poco, no le eche una mano, esta mujer va a acabar con una depresión aguda.
Como yo también estoy empezando a ponerme nervioso con tan desmesurada actividad intento calmar y distraer un poco al benjamín pero se me escurre entre las manos.
Afortunadamente llega mi hora de pasar a la consulta. Qué alivio.
---
Bufffff, ¡menudo agobio!!
ResponderEliminarY también pena, Elvira, porque en el fondo todo era un desastre, sobre todo para la madre y, a medio plazo, también para la hija. En toda la escena había un regusto de fondo machista y unos problemas muy peliagudos de mínima integración cultural.
ResponderEliminarPues... Sí, también me ha parecido captar todas esas cosas. Esa coincidente colaboración de la madre y de la hija son muy reveladoras.
ResponderEliminarSeguiré leyéndote 'en aval'. A Laboradeta, que adoré en los 70 e ignoré inmediatamente después, me interesa leerle porque, antes y después, lo que no ha dejado de ser es buen letrista.
Tienes razón en lo de Labordeta. Repasando en internet descubrí que su obra escrita, además de los poemas, es muy amplia, aunque desconocida por mí. Aquí la política tiene la virtud de enmierdarlo todo.
ResponderEliminarSobre la entrada: cómo la integración cultural se está produciendo por la vía del consumo, tal vez porque hay poca vida cultural a la que integrarse...
La verdad, es que si no estuviera escrito como lo has hecho, con humor e ironía, sería muy duro.
ResponderEliminarUn abrazo
Es que sin humor (la ironía es más cuestionable) esto sería imposible, Olvido.
ResponderEliminar