viernes, 5 de marzo de 2010
En el mausoleo de San Juan de la Cruz
A los pies del casco histórico de Segovia, junto al río Eresma, se encuentra el convento de los Carmelitas Descalzos, fundado por San Juan de la Cruz. En la iglesia puede verse el mausoleo donde reposan una parte de los restos mortales del santo. Fueron instalados en este monumento a raíz de su canonización. Con anterioridad se encontraban en un modesto nicho excavado en el suelo de la iglesia. Todavía puede verse el lugar exacto.
Una placa conmemorativa nos recuerda que aquí estuvo de visita el Papa Juan Pablo II. Contemplando la tumba me viene a la cabeza la idea de que el fundador de los Descalzos se sentiría muy incómodo ante semejante grandilocuencia funeraria, una grandeur que me recuerda los sepulcros reales que pueden verse en El Escorial o, más cerca aún, en el Palacio de la Granja segoviano.
En el nuevo claustro del antiguo convento, un espacio que recibe una luz intensa y deliciosa, pese a que la mañana ha salido nublada, hay una colección de plantas que es un regalo y una talla del místico castellano en la que puede leerse esta conocida sentencia: “Donde no hay Amor, pon Amor, y sacarás Amor”.
La máxima, que constituye una síntesis perfecta del mensaje evangélico, me enfrenta, una vez más, a las raíces de la vida monástica en general y a la vida de clausura en particular. ¿Se puede amar al mundo y, en consecuencia, a los seres humanos, desde el aislamiento y la distancia insalvables de una celda eremítica o conventual? ¿Se puede repudiar al mundo sin hacerlo a la vez con los hombres? ¿Uno se retira del mundo por amor?
Justo detrás de la efigie, cuelga de la pared una fotografía de Santa Teresita del Niño Jesús (o de Lisieux) en la que puede leerse: “La verdadera caridad consiste en soportar todos los defectos del prójimo, en no extrañar sus debilidades, en edificarse con sus menores virtudes”.
Las citas, con toda su innegable hermosura, refuerzan mi vieja convicción de que el cristianismo es una utopía y de que todas las utopías, no sólo son inhumanas sino que constituyen un peligro para la libertad y la dignidad de las personas. Pedir amor, al menos en abstracto, es pedir demasiado. Bastaría con predicar el respeto.
Cuando se exige mucho se cumple poco, porque, a fin de cuentas, parafraseando a R. Carver, ¿de qué hablamos cuando hablamos del amor?