lunes, 3 de enero de 2011

Josep Pla en Israel



En mayo de 1957, el escritor Josep Pla inicia su viaje de dos meses a Israel a bordo de la Theodor Herzl, una motonave de 10.000 toneladas recién entregada a los israelíes como reparación de guerra por parte de Alemania.



Diez años antes, en 1947, Naciones Unidas acuerda la partición de Palestina en dos Estados: uno arabe y otro judío. Al año siguiente, el 14 de mayo, Ben Gurion proclama la independencia de Israel. Al día siguiente de esta fecha histórica termina el mandato británico y, a las 10 de la noche, un ejército árabe en el que se integran Líbano, Siria, Transjordania, Egipto, Arabia Saudí e Irak invaden el país.

Esta primera guerra, relata Pla, “fue precedida y acompañada de una incitación frenética realizada por Siria, Líbano, Jordania, Irak, la Arabia pétrea y Egipto, dirigida por la Liga Arabe y el gran mufti de Jerusalén, para que los árabes de Palestina abandonaran el país. Lo hicieron algunos centenares de miles. Se refugiaron en Cisjordania, en la parte jordana de Palestina y en la franja de Gaza. Así nació la cuestión de los refugiados árabes. Se fueron y ahora no pueden volver como desearían, porque todas las promesas que les hicieron han sido incumplidas.”

En 1956, el año anterior al desembarco de Pla, se produce la guerra de los Seis Días con Egipto y la toma del Sinaí. “La batalla del Sinaí. Fue una operación que no presenció ningún observador ni ningún periodista, es decir, absoluta y rigurosamente secreta, no sólo en su fase de planificación, sino también en su desarrollo.”

En el año 70 de nuestra era, después de la destrucción de Jerusalén y el Segundo Templo por las legiones romanas del emperador Tito, los judíos se dispersaron (la diáspora) por todo el mundo conocido en aquella época. Palestina fue romana hasta que la dominaron los árabes en el año 636, las Cruzadas en 1099, los tártaros en 1244 y los turcos en 1516.

En opinión de Pla, “esta persistencia de la memoria histórica en la diáspora es uno de los fenómenos más extraordinarios del proceso de la historia humana. Nada ni nadie ha podido destruir la añoranza de Israel durante 18 siglos.”

Tanto el Holocausto como la Diáspora, y el aislamiento de los judíos tras el telón de acero de las dictaduras comunistas llevan a Pla a considerar que “Israel es un país que lleva luto y si no se parte de este hecho, no se entiende nada.”

Se trata de un viaje monográfico y a mesa puesta. El escritor catalán no oculta en ningún momento su admiración y simpatía por la causa judía en relación al nuevo Estado. A lo largo del libro desgrana los grandes temas y también los pequeños detalles que revelan la vida cotidiana.

Sobre la población que encuentra nos informa que las masas son esencialmente de procedencia oriental, aunque la clase dirigente es occidental cien por cien. “La gran sorpresa que en relación a su situación geográfica produce este país –dice- es encontrar, en el continente asiático, un espacio que no es más que la continuación del mundo occidental. Y este es de hecho –a mi modesto entender- que no podrán digerir nunca los países árabes vecinos de Israel: la presencia de un pueblo no solamente occidental sino uno de los que más ha contribuido a la formación de la civilización moderna. Sólo hay que reconocer que Einstein, Freud y Marx eran judíos.”

En su primera década de existencia los judíos han tenido que hacer dos guerras ”para defenderse”. “En este Oriente Medio, y en otros Orientes –sentencia el catalán- cada cual hace lo que le conviene en cada momento. La movilidad sentimental es profunda y completa. De hecho, sólo hay intereses inmediatos y concretos.” Su conclusión es clara: “En los países del Próximo Oriente, si se exceptúa Israel, no hay política. Hay fuerza, nada más.”

Aprecia también, en el plano político, que “los países árabes vecinos presentan una característica general. Desde la creación del Estado de Israel han podido disponer de un elemento negativo de eficacia indiscutible: el odio a Israel. Sobre ese sentimiento se ha montado, en estos países, una demagogia frenética excitada por una propaganda muy inflada y grosera.”

Pla recorre el nuevo país de un extremo al otro. Se detiene en los kibbutz o granjas colectivas, “poderosamente armadas” y distribuidas en todo el paisaje, en especial a lo largo de los lugares más peligrosos de las fronteras, comenzando por la del Líbano hasta llegar al mar Muerto y naturalmente la de la franja de Gaza.

Con la minuciosidad para los detalles que le caracteriza, el escritor analiza los grandes problemas y las grandes soluciones que han aplicado los judíos en el nuevo Estado, desde el crucial abastecimiento de agua, hasta los problemas que la inmigración masiva acarrea, pasando por la agricultura, los problemas lingüísticos que canalizan mediante la adopción del hebreo como lengua común. Apenas hay un aspecto de la vida cotidiana que le pase desapercibido.

“La vida en Israel es cara –señala-, y cuando se llega a este país, con una clase u otra de moneda débil, la vida es carísima.” Pese a ellos “en Israel no existe el tipo de ciudadano escéptico, desengañado, desconfiado, descontento, que llena de hiel los países viejos. Es una de las características más curiosas. Se da y se fomenta la crítica, pero no se produce la indiferencia.” Cuando analiza la economía, Pla destaca la enorme productividad del país. En su opinión la productividad “no es sólo un problema de fuerza física: es un objetivo a asumir mediante la colaboración espiritual y moral. El rendimiento humano tiene su principal raíz en el egoísmo, pero además en la existencia de una idea nacional, de libertad y de riqueza.”

Este libro-reportaje, que a uno le cuesta situar en el contexto de la España franquista y antijudía, se abre y se cierra con una cita ya clásica de Tácito: “Los judíos no reconocen más que un solo Dios. No lo ven ni lo adoran más que por los ojos del espíritu, y condenan como idólatras impíos a los que, ayudándose de figuras humanas, hechas con materiales deleznables, tratan de dar una representación de la divinidad. El Dios de los judíos es el gran espíritu motor que dirige y gobierna la naturaleza entera; es eterno, infinito y no puede cambiar ni morir. Es por esta razón que no se ve en sus ciudades nada que se parezca a una estatua y menos todavía en sus templos (…) En ningún momento quieren admitir las estatuas de los Césares”.

Los judíos, en efecto, “han practicado poco el culto de la personalidad.”

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