Pasan los turistas, pasan los playeros de fin de
semana, pasan los campistas, pasan los jubilados, pero los surferos se quedan.
¡Qué pelmas!
Desde que el verano pasado, mientras me bañaba, un niñato anglosajón me pasó por encima con su tabla de surf, se ha esfumado la simpatía que sentía por ellos. Casi me manda al hospital. El susto aún me dura. Reconozco que el traje de neopreno estiliza mucho y proporciona agradables paisajes, pero las tablas son un peligro público.
Desde que el verano pasado, mientras me bañaba, un niñato anglosajón me pasó por encima con su tabla de surf, se ha esfumado la simpatía que sentía por ellos. Casi me manda al hospital. El susto aún me dura. Reconozco que el traje de neopreno estiliza mucho y proporciona agradables paisajes, pero las tablas son un peligro público.
Ahora, cuando voy a bañarme, huyo de ellos como del
diablo. El problema es que ellos no huyen de mí sino que, por el contrario,
invaden las zonas reservadas a los bañistas, con el
descaro y la prepotencia del que va subido en un cualquier artilugio.
Está claro que se permiten estos abusos porque la
autoridad competente hace dejación de su responsabilidad. Estos días, con las
mareas vivas de setiembre, la plaga de surfistas se recrudece. La proliferación amenaza con volverse pandemia.
Hoy me he fijado que han retirado los bonitos
paneles en los que se delimitaban las zonas reservadas para los bañistas y las
de los surfistas. A partir de ahora y hasta el 15 de junio próximo todo es para
los surferos. ¡Sálvese quien pueda!
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