El área recreativa de Listorreta, en donde
arranca mi paseo de hoy, está desierta a primera hora de la mañana. No tardo en
localizar el inicio del SL-Gi-1003, de 8 kilómetros de longitud, y que lleva el
sugerente nombre de Tras las huellas de
nuestros antepasados.
El paseo se desarrolla en torno al monte Igoin,
que a su vez forma parte del exclave de Landarbaso (monte pobre o monte extranjero),
perteneciente a San Sebastián.
Ha llovido tanto durante la última semana que la
montaña está en proceso de escurrimiento. El arroyo que he remontado en mi
ascensión viene tan caudaloso que su rumor es un estruendo que anega las voces
de los pájaros. Multitud de hilos de agua recorren la pendiente de los caminos,
desbordan entre las piedras y la vegetación y producen una sensación de vida
henchida y exultante.
Pero lo mejor, es el olor de la tierra mojada,
un olor de fondo que sube y baja y que me acompaña de forma permanente. La
parte menos atractiva, como puede imaginarse, es que los caminos y las sendas
están embarrados, lo que complica ligeramente los pasos; otro tanto ocurre con
la piedra mojada que convierte los descensos en un andar como pisando huevos.
La primera mitad de este recorrido transcurre en
ascenso por un bosque mixto de frondosas, lo que produce la sensación de andar
siempre como bajo techo y con la luz un poco velada. A mano izquierda quedan
las cuevas de Aizpitarte donde se han encontrado restos paleolíticos datados
entre 25000 y 5000 años a. C. En el yacimiento, que empezó a excavarse a
finales del XIX por el conde de Lersundi, han aparecido restos de animales y de
industria de silex, hueso y cuerna
Un puente de madera sobre el arroyo permite
acceder hasta las cuevas. Yo me he limitado a verlas desde la distancia porque
me fío de los prehistoriadores y porque estos agujeros montaraces no me van
nada.
Un poco más adelante, siempre remontando el
arroyo Landarbaso, que viene hecho una furia y se precipita entre peñascos, dejo
a un lado dos grandes agujeros excavados en el monte. Se trata de antiguas
caleras.
Cuando el suave ascenso termina se sale del
bosque. El descenso se efectúa por el monte abierto, con buenas vistas sobre el
entorno. Se adivina el Cantábrico tras el Jaizkibel y, por momentos, se divisan
fragmentos de la costa guipuzcoana.
Para los que practicamos el paseo tranquilo, a
años luz de cualquier tipo de competición o de praxis deportiva, armados con
una pequeña cámara de fotos, como es mi caso, resulta agradable esta alternancia
entre bosque y cielo despejado. Parece como si a uno se le ensanchara el
espíritu cuando abandona el cobijo de robles, alisos, pinos y castaños para otear
los grandes prados, los bosquetes alejados y las cumbres que se suceden en
caprichosas perspectivas.
Ahora he entrado en una amplia estación
megalítica, diseminada por laderas y pequeñas alturas. La mayoría de los
accesos están señalizados pero yo me limito a acercarme hasta el dolmen de
Igoin, del que apenas se ve otra cosa que un discreto promontorio cubierto de
vegetación. De no ser por la inscripción informativa el monumento funerario
pasaría desapercibido.
Por lo que voy conociendo en mis últimos paseos
lo más admirable de los enterramientos prehistóricos no es la construcción, de
la que hoy apenas quedan unos pocas piedras que se medio confunden con el paisaje,
sino la ubicación. Casi siempre en alturas y en zonas desde las cuales se
domina un amplio panorama de montañas. Hay algo místico o sagrado en estos
lugares, una sensación de apertura a unos espacios muy dilatados que dejan un
regusto de pequeñez en el observador y de grandeza en el medio. La soledad se
acentúa mientras el aire se mueve alrededor . Se tiene la impresión de que no
fueron elegidos aleatoriamente por nuestros antepasados sino que ya había un
temblor espiritual en aquellos hombres que pastoreaban por estas montañas hace
20.000 años.
Busco una piedra y una sombra para sentarme y descansar
un rato antes de continuar el descenso. En esta ocasión apenas he visto ganado
suelto, salvo un grupo de vacas. En un recodo del camino aparecen unas
hortensias blanquiazules, calro indicio de presencia humana. En efecto, hay una
pequeña borda semiruinosa desde donde se han expandido las flores.
Cuando retorno al área recreativa ya está llena
de coches y de gentes dispuestas a aprovechar la jornada soleada.