“En un
Estado como el nuestro, cada cual tenía su papel asignado: Tú, víctima, y Tú,
verdugo; y nadie podía escoger, a nadie le pedían permiso para nada, pues todos
eran intercambiables, las víctimas y los verdugos. Ayer habíamos matado a
hombres judíos, mañana mataríamos a mujeres y niños, y pasado mañana a otros, y
a nosotros, cuando hayamos cumplido con nuestro papel, nos sustituirán.
Alemania, por lo menos, no liquidaba a sus verdugos; antes bien, los cuidaba, a
diferencia de Stalin con esa manía suya de las purgas; pero eso también estaba
dentro de la lógica de las cosas. Ni para nosotros ni para los rusos contaba en
absoluto el hombre; la Nación y el Estado lo eran todo y, en este sentido,
nuestras dos imágenes eran un reflejo mutuo. También los judíos tenían ese fuerte
sentimiento de comunidad, de Volk:
lloraban a sus muertos, los enterraban si podían y rezaban el kaddish; pero mientras quedaba uno vivo,
Israel vivía. Seguramente por eso eran nuestros enemigos por excelencia, se nos
parecían demasiado.”
“(…) A
nuestro sistema, a nuestro Estado, le importaba un bledo lo que pensaran sus
servidores. Le era por completo indiferente que matásemos a los judíos porque
los odiábamos o porque queríamos ascender o incluso, dentro de ciertos límites,
porque nos diese gusto. (…) E incluso le era indiferente, en el fondo, que nos
negásemos a matarlos; no habría castigo, pues el sistema sabía perfectamente
que el depósito de asesinos disponible no tenía fondo, que podía ir sacando
hombres a voluntad y que nos podían encomendar otras tareas más acordes con nuestras capacidades.”
“(…) En
muchos casos, llegaba yo a decirme, lo que había tomado por sadismo gratuito,
la inaudita brutalidad con que algunos de los hombres trataban a los condenados
antes de ejecutarlos no era sino una consecuencia de la monstruosa compasión
que sentían y que, incapaz de hallar otro cauce de expresión, se convertía en
rabia, pero en rabia impotente, sin objeto, y a la que, inevitablemente, no le
quedaba más remedio que volverse contra aquellos que eran su causa primera. Si
algo demuestran las terribles matanzas del Este es, desde luego,
paradójicamente, la espantosa e inalterable solidaridad humana. Por muy
embrutecidos y muy acostumbrados que estuvieran, ninguno de nuestros hombres
podía matar a una mujer judía sin acordarse de su mujer, de su hermana, o de su
madre, ni podía matar a un niño judío sin ver ante sí, en la fosa, a sus
propios hijos. Aquellas reacciones suyas, aquella violencia, aquel alcoholismo,
aquellas depresiones nerviosas, aquellos suicidios, mi propia tristeza, todo
demostraba que el otro existe, que existe como otro, como humano, y que no hay
voluntad ni ideología ni cúmulo de necedad y alcohol que puedan cortar ese
vínculo, tenue pero indestructible. Y eso es un hecho, no una opinión.”
Jonathan
Littell, Las benévolas