jueves, 28 de mayo de 2015

Víctimas y verdugos


“En un Estado como el nuestro, cada cual tenía su papel asignado: Tú, víctima, y Tú, verdugo; y nadie podía escoger, a nadie le pedían permiso para nada, pues todos eran intercambiables, las víctimas y los verdugos. Ayer habíamos matado a hombres judíos, mañana mataríamos a mujeres y niños, y pasado mañana a otros, y a nosotros, cuando hayamos cumplido con nuestro papel, nos sustituirán. Alemania, por lo menos, no liquidaba a sus verdugos; antes bien, los cuidaba, a diferencia de Stalin con esa manía suya de las purgas; pero eso también estaba dentro de la lógica de las cosas. Ni para nosotros ni para los rusos contaba en absoluto el hombre; la Nación y el Estado lo eran todo y, en este sentido, nuestras dos imágenes eran un reflejo mutuo. También los judíos tenían ese fuerte sentimiento de comunidad, de Volk: lloraban a sus muertos, los enterraban si podían y rezaban el kaddish; pero mientras quedaba uno vivo, Israel vivía. Seguramente por eso eran nuestros enemigos por excelencia, se nos parecían demasiado.”
“(…) A nuestro sistema, a nuestro Estado, le importaba un bledo lo que pensaran sus servidores. Le era por completo indiferente que matásemos a los judíos porque los odiábamos o porque queríamos ascender o incluso, dentro de ciertos límites, porque nos diese gusto. (…) E incluso le era indiferente, en el fondo, que nos negásemos a matarlos; no habría castigo, pues el sistema sabía perfectamente que el depósito de asesinos disponible no tenía fondo, que podía ir sacando hombres a voluntad y que nos podían encomendar otras  tareas más acordes con nuestras capacidades.”
“(…) En muchos casos, llegaba yo a decirme, lo que había tomado por sadismo gratuito, la inaudita brutalidad con que algunos de los hombres trataban a los condenados antes de ejecutarlos no era sino una consecuencia de la monstruosa compasión que sentían y que, incapaz de hallar otro cauce de expresión, se convertía en rabia, pero en rabia impotente, sin objeto, y a la que, inevitablemente, no le quedaba más remedio que volverse contra aquellos que eran su causa primera. Si algo demuestran las terribles matanzas del Este es, desde luego, paradójicamente, la espantosa e inalterable solidaridad humana. Por muy embrutecidos y muy acostumbrados que estuvieran, ninguno de nuestros hombres podía matar a una mujer judía sin acordarse de su mujer, de su hermana, o de su madre, ni podía matar a un niño judío sin ver ante sí, en la fosa, a sus propios hijos. Aquellas reacciones suyas, aquella violencia, aquel alcoholismo, aquellas depresiones nerviosas, aquellos suicidios, mi propia tristeza, todo demostraba que el otro existe, que existe como otro, como humano, y que no hay voluntad ni ideología ni cúmulo de necedad y alcohol que puedan cortar ese vínculo, tenue pero indestructible. Y eso es un hecho, no una opinión.”


Jonathan Littell, Las benévolas