En esta latitud cantábrica hay muchas así. Hay que
olvidarse de la playa y del baño en el mar. En la orilla, con la brisa,
refresca mucho. Los turistas aprovechan la llovizna para invadir comercios y
grandes superficies.
La llovizna se come el paisaje, los montes que nos
rodean en particular. La bruma lo anega todo y acorta las distancias. Entre
tanto la tímida garceta chapotea en el agua.
Hay que arrancarse para dar un paseo. A cambio se
puede disfrutar de un rato de agradable soledad y ensimismamiento. Hay muy
pocos paseantes, a diferencia de cualquier día soleado, en la larga pasarela de
madera sobre el río. Todos caminan como vueltos para adentro, concentrados en
sus propios pensamientos.
Los pasos cogen su propio ritmo. Algunos tienen prisa.
Hacen deporte. Yo no. Ni prisa ni deporte. El perrillo va mojado, pero se para
aquí y allá, pendiente de los olores. El mundo para él, pobrecillo, es un lugar
fragante.
Ambos mantenemos la dialéctica de andar y parar. Para él
andar no es un fin en sí mismo. El, al contrario que yo, anda para poder
pararse. Yo me paro de vez en cuando para poder andar. El quiere husmearlo
todo, saber quién ha pasado por aquí. Si yo le dejara hacer a su aire entonces
mi paseo sería inexistente. Así que lo nuestro es un continuo tira y afloja.
Llegados a un punto, frente a la silueta de
Fuenterrabía -con el ancho río por medio-, me doy la vuelta y desando mis
pasos. Por alguna razón que se me escapa no me gusta desandar mis pasos.
Siempre busco alternativas para no regresar por donde vengo. Esto, a veces, cuando
camino por el campo o la montaña, hace que me pierda. Como tampoco me gusta
perderme me repito varias veces: a ver si aprendes que, a tu edad, lo mejor es
volver por donde has venido. Poco a poco lo voy consiguiendo. Las manías son
duras de pelar.