El claustro de los Mártires. Foto Wikipedia
En el monasterio de San Pedro de Cardeña,
situado a diez kilómetros de Burgos,
reside una comunidad de monjes trapenses. Si no he entendido mal los trapenses
son la rama de estricta observancia de los cistercienses. Pero esto no ha sido
siempre así pues la historia del monasterio, desde su remota e hipotética fundación en el siglo VIII, ha
estado llena de vicisitudes, con periodos de prosperidad y otros muchos de
tragedia y fatalismo.
En la puerta de la iglesia un cartel indica que se
espere en el interior a la llegada del guía. Así lo hago. Me siento en un banco
y espero. Hace frío. Los muros y las altas columnas son blancas. El óculo
situado detrás del altar esparce una luz que parece venida de otro mundo y que
proporciona a la estancia una luminosidad que no es habitual en la mayoría de
las iglesias.
Diez minutos después decido volver a la entrada
principal y llamar al timbre. El exterior del monasterio está rodeado de nieve.
Soy el único visitante. Sale un monje y me dice que avisará al guía. Vuelvo a
la iglesia y, en unos momentos aparece el guía, que resulta ser un monje joven
y muy amable.
El resultado es que, durante una hora, el monje me
enseña y comenta las principales dependencias, empezando por la capilla, presidida
por un gran mausoleo esculpido donde, hasta hace algunos años, han reposado los
restos del Cid Campeador y su esposa. En los muros hay buen número de nichos
donde yacen las dos hijas del Cid y buena parte de los condes de Castilla junto
a sus descendientes.
Las dos hijas del Cid, que no se llamaban ni Elvira
ni Jimena, como asegura el Cantar, sino Cristina y María, fueron ambas reinas,
por matrimonio. Una de Aragón y la otra de Navarra. De esta forma se da la
curiosa circunstancia de que en las dinastías reales de Navarra/País Vasco y
Aragón/Cataluña tenemos a las dos vástagas del Cid Campeador.
El monasterio, por diversas razones, está muy
vinculado a Rodrigo Díaz de Vivar, tanto en su faceta histórica como en la
legendaria, pues ambos aspectos no coinciden en la realidad, aunque sí lo hacen
en el imaginario colectivo.
Por aquí pasó la soldadesca napoleónica y arrasó
sañudamente con todo lo que pudo. Parecido nivel de destrucción, aunque con
modales más sofisticados, supuso la desamortización de Mendizábal, en 1835, que
dejó el monasterio despoblado durante décadas y con todo su tesoro bibliográfico
a la intemperie.
Pero antes, a finales del siglo X, las tropas de
Abderramán III, asesinaron a doscientos monjes en las mismas dependencias del
monasterio. La Historia, ese indispensable condimento intelectual que se malenseña
en los colegios, es aquí, como en todas partes, muy instructiva.
Yo estoy escuchando atento las explicaciones de mi
guía, le pregunto todo lo que se me pasa por la cabeza, y soy incapaz, tanto
por cortesía como por falta de tiempo, de hacer una sola foto. No es un
problema porque aquí, en esta preciosa página web del monasterio, hay fotos espléndidas.
En un lateral está el pie de la torre principal, románica,
que constituye el elemento más antiguo del conjunto. Le pregunto al monje por
esa extraña, delicada y alegre luminosidad del templo. La explicación está en
los cuatro óculos, uno por cada punto cardinal que garantiza un delicioso movimiento
lumínico en el recinto, siempre que la luz del sol acompañe, lo que suele ser
frecuente en estos parajes.
Pasamos a la sacristía y luego a la sala capitular,
en cuyas paredes cuelgan retratos pintados por José de Ribera. Se exponen aquí
copias de los beatos ilustrados que salieron del scriptorium del monasterio. Se
accede también al claustro, denominado de los Mártires, una de cuyas alas es
románica y los otras tres neoclásicas.
Durante casi una hora el monje y yo paseamos por
diversas dependencias del cenobio. Para mí ha sido un placer y un lujo que
siempre recordaré y que agradezco a mi guía. Antes de irme adquiero en la
tienda un buen tinto Valdevegón, que es un rioja criado en las bodegas del
monasterio y que viene bien para combatir estos fríos.
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