lunes, 26 de septiembre de 2016

De vuelta a la montaña (del alma)


Caballos, ruinas militares, el cresterío de las Peñas. El poder de la fotografía

Como este verano me he dedicado a los baños de mar, tenía abandonados los paseos por la montaña. Este sábado de principios de otoño me ha animado a dar una vuelta por el parque de Peñas de Aya, aquí al lado. Las Peñas de Aya son mi montaña del alma. Su silueta me ha acompañado la mayor parte de mi existencia.

Sólo he tenido que desplazarme unos pocos kilómetros para llegar al punto de partida, en Errotazar. El cielo está despejado y corre el viento del sur. Pese a haber subido muchas veces a las Peñas desde Irún, sobre todo en la juventud, no conocía el camino que atraviesa el barrio de Meaka.

 Juegos de luz en el bosque o caminando hacia el este

El trayecto de ascenso discurre por un bosque de robles y castaños. El suelo está  sembrado de erizos, muchos abiertos. Agitados por el viento algunos caen a mi paso. Uno me ha alcanzado un hombro. Instintivamente me he puesto el gorro de sol aunque, en caso de impacto iba a servir para poco.

A un vecino que da un paseo con su perro le he preguntado por el camino. Hemos charlado un rato hasta el cruce. En apenas diez minutos hemos hablado sobre la codicia y la decencia, temas interesantes sin duda y de mucha actualidad. Es curioso lo que se puede llegar a conversar con un desconocido.

El roble y el granito

El arroyo baja con poco caudal. Casi no ha llovido en todo el verano. El camino pedregoso conduce en ascenso hasta Erlaitz, donde hay un puesto de información y varias zonas de picnic. En esta altura he echado de menos a los caballos que suelen pastar por aquí, y he cogido un camino llano y mullido, abandonando mi ruta, por ver si los encontraba. Este camino está franqueado por alerces, que son árboles elegantes cuyas ramas siempre intentan apuntar hacia el cielo. La vuelta me ha dejado en las ruinas de Pagogaina. Y allí he visto a tres yeguas, dos de ellas preñadas. Me gustan los caballos por lo tranquilos. Si no los asustas ellos continúan ramoneando o en actitud contemplativa, inmóviles, la mirada perdida, metidos en sus cosas.

En las ruinas he comido algo sentado en una piedra con el sol a mi espalda. Un poco más abajo había trasiego de coches, gentes, bicicletas. Como he visto la cabaña de información abierta he entrado para proveerme de algunos folletos. La joven encargada me ha atendido amablemente. He visto que tenía sobre la mesa, abierto, el Ulises de James Joyce. Cuando ha terminado con sus explicaciones le he preguntado sobre el libro. Otra charla curiosa. Dice que el libro le produce  glotonería literaria. Yo debía tener su edad cuando lo leí. Me produjo un efecto parecido. Antes, me cuenta, como aperitivo, ha leído Las olas. He tenido que confesar mi poco aprecio por las novelas de Virginia Wolff, no así por sus Diarios y ensayos, que me encantan. Pero otros visitantes reclamaban su atención y ahí lo hemos dejado.

 El ser y la nada

Camino del alto de Erlaitz, junto a las ruinas, he visto más caballos, yeguas y potros. Esto me ha alegrado, porque no concibo este lugar sin los equinos. Se habían apiñado a la sombra de un muro para protegerse del sol y meditar sin agobios. Mientras contemplo las vistas (las edificaciones militares suelen tener buenas vistas, me ha dicho la lectora), un buitre ha estado sobrevolando sobre mi cabeza. Qué prodigiosa elegancia; apenas un discreto movimiento de las alas desplegadas para aprovechar las corrientes de aire.

Las vistas, sigo. La desembocadura del Bidasoa y sus tres asentamientos urbanos: Irún, Hondarribia, Hendaya. Dos países separados por un río, el Bidasoa. Quién lo diría vistos desde aquí. El Atlántico al fondo. Perdón, el Cantábrico. Y el lomo montañoso del Jaizkibel. Donde este termina se vislumbra la bahía de San Sebastián.

La patria son los paseos que uno puede dar alrededor de su pueblo (J. Renard)

En la zona de mesas, bajo la arboleda, hay varias familias y muchos niños. Pese al ruido que meten es hermoso verlos por aquí. Ahora ya es todo cuesta abajo por el PR. El bosque que atravieso es de robles americanos. Un poco delante de mí hay una amazona con su caballo. Tiene que salirse del camino porque hay un árbol caído atravesado. La senda cruza un arroyo. A ambos lados del camino hay vacas astifinas con sus terneros. Procuro no llamar su atención. El descenso es suave hasta llegar al cruce que, por la izquierda conduce a los túneles. Yo sigo recto, por la cuesta de Enbido.

No utilizaba este camino desde la adolescencia, cuando lo subía a duras penas con los amigos. Ahora lo bajo y compruebo en mis piernas lo duro que es. Toda la excursión ha sido un paseo pero esta bajada se las trae. Ni qué decir que este trazado me ha removido muchos recuerdos, muy agradables por cierto, pese a que, tanto tiempo después ya parecen irreales.

Los últimos metros hasta el vehículo son llanos, apenas hay que dejarse ir. Me digo que tengo que venir por este parque con más frecuencia. Es una lástima no disfrutarlo como se merece.