Sábado 29 de Marzo de 1925
Mi pobre
Riquet, el más delicado de mis gatos, que tuve desde muy pequeño, procedente de
la mercería de Luxembourg, en 1913, ha muerto esta noche, a las 4 y media de la
madrugada, a mi lado, sobre mi almohada. Desde hace quince días había
empeorado, adelgazado, casi sin dientes, había perdido su bella figura, tan
expresiva. Cada día le compraba un poco de pollo, que comía muy bien. Desde que
tengo animales, cuando están enfermos y los veo mostrarse aún más afectuosos que
de costumbre, sé a qué atenerme: la muerte no está lejos. Casi cada noche,
cuando me acostaba, Riquet venía a tumbarse a mi lado sobre mi almohada.
Cuántas noches he dormido así: Riquet sobre la almohada, Bibi en la cama contra
mi espalda, Laurent sobre la parte delantera de la cama, Madame Minne y Lolotte
también en contra mía. Hoy, de mis viejos gatos, sólo me quedan Bibi y Laurent.
Ayer noche, Riquet se mostraba aún más inquieto por venir a mi lado cuando me
acosté. Cuántos ronroneos, cuántos cabezazos, qué forma de poner su cabeza
contra mi mejilla, empujando, apretando. Si hubiera podido penetrar en mi
rostro lo hubiera hecho. Estas demostraciones me confirmaban que el final
estaba cerca. Me quedé dormido hacia la una, después, en mitad de la noche, al
no sentirlo a mi lado, me he despertado y he encendido la luz. Estaba tumbado
en el suelo, todavía vivo. Lo he cogido y lo he depositado en la almohada. Un
instante después estaba muerto, 4 y media de la madrugada. Lo he colocado
extendido sobre la mesa de mi cuarto, al lado de mi cama. He perdido un gran
compañero. Era el único de mis gatos que venía cada día hasta la verja, a la
hora de mi regreso. Cuando llegaba tarde él no hacía más que ir y venir, de la
casa a la verja, hasta la hora de mi vuelta. Cuando yo pasaba la noche fuera de
casa, la criada tenía dificultades para que se resignase a entrar sin mí.
Cuando yo
cenaba, sentado sobre la mesa al lado de mi plato, inclinaba la cabeza de un
lado a otro, si yo le hablaba, sin dejar de mirarme. Cuando yo leía o escribía,
sentado sobre mi escritorio, al lado de la vela, somnoliento, abría a menudo
los ojos, atento , si me movía o hablaba. Cuántas veces, en doce años, le he
llamado, el domingo para el almuerzo, por la noche, en el momento de acostarme,
durante el verano, cuando él paseaba por el jardín: ¡Riquet, Riquet, Riquet! Un
segundo después él venía corriendo. Qué maravilla, cuánta inteligencia, afecto,
fidelidad, sociabilidad en un simple animal. Qué misterio también que esto produzca
también tanta emoción, esta barrera que hay a pesar de todo entre ellos y
nosotros, entre nosotros y ellos mejor. Había cogido a Riquet de la mercería
para una especia de musicastro de Fontenay que había venido a pedirme que le
consiguiera un gato, pero que al verlo no lo había querido porque no le parecía
bonito. El caso es que muy pequeño (tenía unos tres meses) no se sabía con
precisión de qué color era. Aquel imbécil tuvo razón aquel día en no quererlo.
Riquet ha sido feliz en mi casa y conmigo y yo he ganado un compañero
encantador y cariñoso. Ahora debo enterrarlo en el jardín, como a tantos otros.
El perder los animales que han estado conmigo desde hace tanto tiempo me hace
pensar en cómo pasa el tiempo, cuántos años pasan para uno también.
Paul Léautaud, Journal
littéraire, Mercure de France