martes, 13 de septiembre de 2016

Una página conmovedora de Paul Léautaud



Sábado 29 de Marzo de 1925

Mi pobre Riquet, el más delicado de mis gatos, que tuve desde muy pequeño, procedente de la mercería de Luxembourg, en 1913, ha muerto esta noche, a las 4 y media de la madrugada, a mi lado, sobre mi almohada. Desde hace quince días había empeorado, adelgazado, casi sin dientes, había perdido su bella figura, tan expresiva. Cada día le compraba un poco de pollo, que comía muy bien. Desde que tengo animales, cuando están enfermos y los veo mostrarse aún más afectuosos que de costumbre, sé a qué atenerme: la muerte no está lejos. Casi cada noche, cuando me acostaba, Riquet venía a tumbarse a mi lado sobre mi almohada. Cuántas noches he dormido así: Riquet sobre la almohada, Bibi en la cama contra mi espalda, Laurent sobre la parte delantera de la cama, Madame Minne y Lolotte también en contra mía. Hoy, de mis viejos gatos, sólo me quedan Bibi y Laurent. Ayer noche, Riquet se mostraba aún más inquieto por venir a mi lado cuando me acosté. Cuántos ronroneos, cuántos cabezazos, qué forma de poner su cabeza contra mi mejilla, empujando, apretando. Si hubiera podido penetrar en mi rostro lo hubiera hecho. Estas demostraciones me confirmaban que el final estaba cerca. Me quedé dormido hacia la una, después, en mitad de la noche, al no sentirlo a mi lado, me he despertado y he encendido la luz. Estaba tumbado en el suelo, todavía vivo. Lo he cogido y lo he depositado en la almohada. Un instante después estaba muerto, 4 y media de la madrugada. Lo he colocado extendido sobre la mesa de mi cuarto, al lado de mi cama. He perdido un gran compañero. Era el único de mis gatos que venía cada día hasta la verja, a la hora de mi regreso. Cuando llegaba tarde él no hacía más que ir y venir, de la casa a la verja, hasta la hora de mi vuelta. Cuando yo pasaba la noche fuera de casa, la criada tenía dificultades para que se resignase a entrar sin mí.

Cuando yo cenaba, sentado sobre la mesa al lado de mi plato, inclinaba la cabeza de un lado a otro, si yo le hablaba, sin dejar de mirarme. Cuando yo leía o escribía, sentado sobre mi escritorio, al lado de la vela, somnoliento, abría a menudo los ojos, atento , si me movía o hablaba. Cuántas veces, en doce años, le he llamado, el domingo para el almuerzo, por la noche, en el momento de acostarme, durante el verano, cuando él paseaba por el jardín: ¡Riquet, Riquet, Riquet! Un segundo después él venía corriendo. Qué maravilla, cuánta inteligencia, afecto, fidelidad, sociabilidad en un simple animal. Qué misterio también que esto produzca también tanta emoción, esta barrera que hay a pesar de todo entre ellos y nosotros, entre nosotros y ellos mejor. Había cogido a Riquet de la mercería para una especia de musicastro de Fontenay que había venido a pedirme que le consiguiera un gato, pero que al verlo no lo había querido porque no le parecía bonito. El caso es que muy pequeño (tenía unos tres meses) no se sabía con precisión de qué color era. Aquel imbécil tuvo razón aquel día en no quererlo. Riquet ha sido feliz en mi casa y conmigo y yo he ganado un compañero encantador y cariñoso. Ahora debo enterrarlo en el jardín, como a tantos otros. El perder los animales que han estado conmigo desde hace tanto tiempo me hace pensar en cómo pasa el tiempo, cuántos años pasan para uno también.


Paul Léautaud, Journal littéraire, Mercure de France