En
cuanto pongo un pie en el monte Jaizkibel empieza el concierto de tiros que me
acompañará allá donde vaya el resto de la mañana. Ando un tramo carretera
arriba. Coches y más coches me adelantan. Todoterrenos en su mayor parte.
Cazadores, escopetas, perros. Allá donde hay un hueco hay un coche aparcado.
Más coches junto a las bocas de los caminos. Coches hasta los pies de los
puestos de caza.
Me
gustaría visitar la estela de Remigio Mendiburu, a la que se accede por un
camino en dirección al mar. Pero desisto porque diviso a dos con sus escopetas
detrás de un parapeto y se me quitan las ganas.
Llego
hasta una de las torres pero, antes, en el bosque que atravieso, más tiros.
Como
es sábado y hace buen tiempo, temperatura agradable y viento del sur, también
hay paseantes, excursionistas y ciclistas. Hay que convivir, desde luego. Pero
los paseantes y excursionistas no llevamos escopetas y este desequilibrio hace
que nos sintamos ligeramente inquietos. Yo al menos.
Veo
a dos que se han traído a los niños hasta el puesto. Han dejado a los perros
atados a unas estacas.
Escucho tiros y más tiros, pero no veo un solo pájaro. Por descontado, tampoco los oigo
cantar. Como para cantar está la cosa.
Lo
que sí escucho es el sonido de un cuerno, como el cuerno de Roldán. Y, a
continuación se produce una ensalada de tiros. Luego otra vez el cuerno.
Cuando
doy la vuelta por la cumbre me detengo para contemplar las vistas sobre el valle
y veo dos bandadas de palomas. Esto es lo que quieren matar. El objetivo de
toda esta ansiedad cinegética. Las bandadas se ve que están desorientadas o
desconcertadas y no terminan de encontrar su rumbo. No es para menos.