sábado, 1 de abril de 2017

Notas sobre "La Folie Baudelaire", de Roberto Calasso




Un gran libro de Roberto Calasso: ameno, seductor, inteligente.

No es una obra que se abarque en una primera lectura. Es un libro que pide más, aunque lo hace de una forma amena y cortés, sin estridencias, sin poner al lector entre la espada y la pared. El lector se siente libre de sobrevolar el texto y volver a él si lo estima oportuno. No aspira a agotar el tema, no es una biografía, ni un ensayo compacto. Aspira a estimular al lector, le invita a estar atento, le inocula la idea de que la comprensión de un gran artista es labor ardua pero gratificante.

Dos grandes temas, además de los nombres propios. Baudelaire a la cabeza, naturalmente. Los temas: la literatura y la pintura.

 “Nunca un ojo fue más ávido que el nuestro”, Gautier

A Baudelaire no le interesaba inventar desde la nada. Sentía la necesidad de elaborar un material preexistente, un fantasma entrevisto en una galería o en un libro o en la calle.

Las imágenes eran su devoción: “Glorificar el culto de las imágenes (mi grande, mi única, mi primitiva pasión).”

Tenía algo de lo que estaban desprovistos sus contemporáneos (Hugo, Lamartine, Musset, Vigny): el “anatema metafísico”. Nietzsche dijo que B era “totalmente alemán, más allá de cierta morbosidad hipererótica, propia de París.” Tenía la capacidad de percibir aquello que es.



Fue un estudioso de la profundidad entendida en sentido estrictamente espacial. “El espacio es profundizado por el opio” en tanto el hachís “se extiende sobre toda la vida como un barniz mágico.” “La profundidad del espacio es alegoría de la profundidad del tiempo.”

Jules Renard: “La frase pesada y como cargada de fluidos eléctricos de B.”

Sobresalía en el arte de la definición: “El genio no es otra cosa que la infancia formulada con nitidez.”

B y Flaubert nacieron el mismo año, 1821. En los mismos meses de su infancia se volvieron escritores.

Stendhal: “Escribo para una docena de almas a las que quizá no veré nunca, pero que adoro sin haberles visto.”

Fue un gran experto en la humillación, la conocía en todos los ámbitos: familia, dinero, vida amorosa, vida literaria. No menos que el ennui le inspiraba la humillación, humillación vinculable a la abyección, misterioso sentimiento que parece connatural a la vida moderna y que ha invadido desde entonces la literatura.

Defensor de dos nuevos derechos humanos: el de contradecirse y el de irse.

El gran creador de la gran escuela de la melancolía, el gran aristócrata de la decadencia, el padre del dandismo: Chateaubriand.

Madame Sabatier. La mujer, testaferro de la naturaleza, es acusada principalmente de carecer de un elemento esencial: la melancolía.

“¿No hay algo esencialmente cómico en el amor?”, escribe a Mme. Sabatier.

“Quand je te vois passer, ô ma chere indolente”. Cuando te veo pasar, oh mi querida indolente.

Nietzsche otra vez: “Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad.”

B era impaciente, y también poco hábil, a la hora de tejer historias. No se dejaba llevar por la novela.

El frío ojo teológico de B. La singular benevolencia que da el hachís, “una especie de filantropía, hecha antes de piedad que de amor (y aquí se manifiesta el primer germen del espíritu satánico.” Pero la benevolencia se mezcla con el remordimiento como “singular ingrediente del placer”, donde el hachís impulsa “el análisis voluptuoso.”

“Ya sabéis que yo nunca he considerado la literatura y las artes sino como algo que persigue un fin ajeno a la moral, y que me basta con la belleza de la concepción y estilo… Pero, este libro, cuyo título, Fleurs du mal, lo dice todo, está revestido, ya lo veréis, de una belleza siniestra y fría; ha sido hecho con furor y paciencia.”

“Con la excepción de Chateaubriand, Balzac, Stendhal, Merimée, De Vigny, Flaubert, Banville, Gautier y Leoconte de Lisle, toda la chusma moderna me horroriza. Vuestros académicos, horror. Vuestros liberales, horror. La virtud, horror. El vicio, horror. El estilo fluido, horror. El progreso, horror. No me habléis nunca más de los pregoneros de la nada.”

Y pasamos a Ingres, odiado por B. “Su gusto intolerante y casi libertino por la belleza”. Un libertino fanático, la máxima aproximación, en pintura, al fetichista.

Seguimos con Delacroix, este sí, idolatrado por nuestro poeta. Pero Delacroix recelaba de B. Le importunaban sus elogios. Delacroix, atrincherado siempre detrás de una máscara de felino sombrío. Según B las mujeres de Delacoix “casi todas están enfermas, y resplandecen de cierta belleza interior.”

Aparece Alberthe de Rubempré, amante de Delacroix, Stendhal y Merimée.

Delacroix y Chopin, una amistad. Delacroix admiraba a Chopin. Chopin no entendía nada de pintura.

Le peintre de la vue moderne, suprema obra en prosa de B. Amistad e interés por el pintor de bocetos Constantin Guys. Sus obras se podían comprar por paquetes de una docena. B compró muchos.


Sigue Degas, un hombre difícil. Pasó la mayor parte de su vida dibujando y pintando cuerpos de mujeres y de niñas. Berthe Morisot, su modelo predilecta, su amor imposible.

Rimbaud aparece por una esquina, en contrapunto. Hay algo en R que se sube a la cabeza.

El tío Saint Beuve, autorizado y maligno, venenoso crítico.

Saint-Beuve, Flaubert, Baudelaire: triángulo de cables de alta tensión.

“Me es imposible no notar –dice el agudo Saint-Beve- que Beyle (Stendhal) no hace sino dirigir a los franceses el mismo género de reproches que les dirigía el conde Joseph de Maistre.”


La absenta, de Degas


Fue Cioran el que identificó el vínculo más fuerte entre Baudelaire y Joseph de Maistre, “el incomparable arte de la provocación.”

Saint-Beve y sus detractores: Barbey d´Aurevilly, Proust. “Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”, comienza el Contra S-B, de Proust.

Lautreamont y Laforge aparecen en las páginas finales.

Moderno, nuevo, decadente, tres palabras que irradian en cada frase de B.