martes, 25 de junio de 2019

Biblioteca KM, seis meses de propina


Los últimos días me han traído a la ciudad en coche, pero lo que gano en comodidad lo pierdo en tiempo de lectura. En la biblioteca he trasteado en los ficheros, actividad que me gusta y que en los últimos tiempos no he podido practicar debidamente por varias razones.
      La primera porque han eliminado más de la mitad de los ordenadores que se utilizaban como ficheros. Al parecer, según me dicen, porque la gente no los usaba. Cuando buscan algún libro preguntan directamente a los empleados.
      En segundo lugar, y no menos importante, porque los asientos reservados para los usuarios de los ficheros siempre están ocupados por los estudiantes que se instalan en las mesas corridas de los pasillos. Consultar ficheros de pie, salvo para una búsqueda rápida, es incómodo.
     

Hoy ha habido suerte y he podido acceder tanto a un ordenador como a una silla. Una joven muy delgada, cuyo rostro permanecía oculto tras la cortina de su melena, estudiaba a mi lado. De vez en cuando descorría la cortina para tomar aire. En mi cuadernito he apuntado varias referencias librescas que me vendrán bien para hoy y para otros días.
      
Los pasillos de la videoteca, por su parte, son estrechos. Todo el tiempo coincidía con una joven morena. Yo me hacía a un lado para no estorbarle y esperaba pacientemente a que terminara su búsqueda. Entretanto, por los alrededores, me saltaban a la vista interesantes carátulas inesperadas y he terminado cogiendo tres películas que no figuraban en mi lista. Cuando la joven despejaba el terreno yo me adentraba en las hileras de títulos. Pero ella reaparecía y se ponía a buscar en las proximidades. Al final he desistido.
      Luego han venido los libros. He recopilado varios y, como tenía dudas sobre cuáles llevarme, me he sentado un rato en la hemeroteca, siempre concurrida, para hojearlos.
      En el mostrador de recepción, finalmente, he recibido una buena noticia. El cierre de la biblioteca no se realizará el próximo verano, como estaba anunciado, sino que se ha pospuesto hasta el año próximo. Quieren cerrar la biblioteca durante un par de años para llevar a cabo un gran proyecto de rehabilitación. Como yo no tengo la menor fe en ese proyecto me ha alegrado la noticia. El año que viene ya se verá.
      Para cuando he querido darme cuenta ya era la hora de la merienda. Me he sentado en uno de los bancos situados en un lateral de la catedral y he comido un albaricoque y media docena de gruesas cerezas. Todo carnoso, exquisito, refrescante.
      Mientras saboreaba la fruta, un niño de unos diez años, con una melenita rubia lisa, jugaba con una peonza. Hacía cosas pasmosas con ella. Cuando se ha percatado de mi atención a sus movimientos, se ha aproximado un poco y ha desplegado todas sus habilidades. He estado a punto de felicitarle, pero ha llegado un adulto, que supongo era su padre, y se han alejado. He observado que la temporada de las peonzas está en su plenitud estos días.
      Tranquilamente, tras una parada en una tienda de ropa para fisgar un poco, he llegado hasta la tienda de tés. Ya no me quedaba demasiado tiempo para deambular, así que he dado la vuelta hacia la estación. Por el camino he entrado en otra tienda. Pero no veo la cazadora que busco y tampoco le dedico demasiado tiempo al asunto. Las tiendas de ropa me agobian enseguida.
      E
n la cafetería de la estación, una guapa y simpática joven latina me ha servido el consabido té verde. Me he puesto a hojear mis capturas librescas y casi pierdo el tren. En el vagón me he concentrado en El monje desnudo (100 haikús) de Taneda Santôka, un monje japonés mendicante muy aficionado al sake. No sé la razón por la que las lecturas en estos viajes de vuelta son siempre tan intensas.

(10.6.19)

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