sábado, 24 de agosto de 2019

El bosque de la hoya de Huidobro


En cuanto se abandona la N-623, que recorre el páramo de Mesa, y la carreterita se interna en el valle de Sedano, el paisaje cambia por completo. Estamos en el parque natural de las hoces del Rudrón y los cañones del Ebro, un lugar extenso, sinuoso y de una belleza excepcional. A media mañana de primavera el calor empieza a apretar.

Desde Sedano, la carreterita asciende hacia Gredilla y continúa hasta Villaescusa de Butrón, pero a medio camino nos desviamos a la izquierda para acercarnos hasta un reducto geomorfológico en medio del páramo: la hoya de Huidobro, una gran depresión tapizada por bosques de robles y hayas.

Esta zona es rica en dólmenes y en iglesias románicas. Acabamos de dejar a un lado el dólmen de las Arenillas y, camino de la hoya queda a la vista el de el Morueco, uno de los mejores conservados. El lugar está limpio y muy cuidado, rodeado por un murete de piedra y con carteles informativos.


Es de planta circular, con un pasillo de acceso y se ha datado hacia el 3200 a.C. En él se realizaban enterramientos colectivos, aunque no se disponen de muchos más datos habida cuenta del expolio de que ha sido objeto a lo largo de los siglos. Ahora lo vemos sin la gran losa que lo cubría, que a su vez era tapada con tierra y piedras formando un túmulo de grandes dimensiones.

Estos dólmenes se suman a otros vestigios (un castro, un eremitorio) que indican la presencia de seres humanos en la comarca desde hace milenios. Hoy hemos salido con la intención de dar un paseo tranquilo por el bosque y hemos elegido uno de hayas situado en la hoya de Huidobro.

Tomamos la carretera sinuosa que desciende hasta el pueblo semiabandonado de Huidobro y, en una de las primeras curvas aparcamos el coche. Descendemos unos metros por el asfalto y enseguida encontramos el cartel que anuncia la dirección a Villaescusa de Butrón. El camino -más bien senda- discurre, casi sin altibajos, por un hermoso bosque de hayas, cuya sombra resulta muy agradable a la vista de lo que está subiendo el termómetro ahí afuera, en esta mañana de primeros de julio.

Hay algunos ejemplares viejos, y muchos otros desmochados, pero la mayoría son jóvenes. El conjunto, sin embargo, es tan cerrado que apenas deja ver el cielo. Sólo algunos charquitos de luz consiguen llegar hasta el suelo, que aparece tapizado de hojas rojizas, como suele ser habitual, y en algunos tramos, de musgo. Se ven también ejemplares tumbados, con la madera podrida por la humedad, y que suelen albergar colonias de insectos y pequeños mamíferos. Nada se desperdicia aquí. Todo se transforma en un ciclo admirable.

El haya no tolera que en su entorno crezca demasiada vegetación, así que todo tiene un aspecto limpio. Hay un gran silencio, salvo algún avión muy lejano, piadas esporádicas de pajarillos y zumbidos de insectos que nunca faltan en el verano. Salvo en algunos tramos, que aparecen un poco ocultos por la hojarasca, el trazado del camino es muy claro. Ayudan a no perderse unas marcas blancas y amarillas.

Cuando la luz se incrementa quiere decir que el hayedo está acabando. En su lugar aparece un robledal, salpicados con alisos y pinos. Hay algunos charcos fangosos en el suelo. Al llegar a una bifurcación, dejamos el camino a Villaescusa y buscamos un mirador sobre la hoya, pero el camino que seguimos se cierra enseguida y desistimos. Volvemos sobre nuestros pasos.


De nuevo en el hayedo elegimos una de las hayas más viejas y, a su sombra, nos sentamos para dar cuenta de nuestra comida. Sobre nuestras cabezas hay un pajarillo que nos ameniza la estancia. Le dejamos unos frutos secos antes de irnos.

Nos cuesta levantarnos porque el calor aprieta, pero tenemos por delante cuatro kilómetros hasta el coche. Durante todo el paseo no hemos visto a nadie, con nadie nos hemos cruzado.

Llegamos muy cansados y no nos animamos a visitar los dos pueblos próximos: Huidobro y Villaescusa. He leído que en el primero hay una explotación ganadera y en el segundo ya no vive nadie. Ambos sin embargo disponen de sendas iglesias románicas. Cuando uno está cansado, andar por las calles de un pueblo desierto no es la mejor opción.

Ya de regreso, el paisaje a nuestro alrededor es magnífico, aunque más bien árido y solitario. La carretera, con muy poco tráfico, es muy sinuosa, pero tiene mucho encanto. Este parque, bastante desconocido salvo algunos puntos muy concretos, es de una gran variedad y amenidad.

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