Lo primero, la exposición temporal comparativa de Velázquez, Rembrandt y Vermeer. Miradas afines entre España y Holanda. No cabe un alfiler y hay que entrar por turnos horarios. Ya estoy resignado a andar a codazos en este lugar. Pero a lo que no me acostumbro es a los comentarios y actitudes de la gente. Se ve y se escucha cada cosa que ponen los pelos de punta. Yo tengo cierta debilidad por los entendidos y las entendidas. A veces me distraigo de los cuadros y me veo observando pasmado a algún espectador o espectadora. Es una maravilla lo que sabe la gente.
Vermeer sólo hay dos o tres (y no de los mejores), si no recuerdo mal, pero enseguida se forman grupos nutridos frente a los cuadros de este hombre. Puede que sea por la película La joven de la perla, o por Scarlette Johansson, quién sabe. Si fuera por ella aún estaría bien la cosa.
La intención de la muestra es buena: comparar obras de artistas contemporáneos de diferentes países y verificar que todos ellos tienen características comunes. No imaginaba otra cosa, pero prefiero centrarme en cada uno de ellos porque tienen envergadura suficiente como para que las comparaciones resulten en exceso eruditas.
De Velázquez poco hay que decir a estas alturas. Sólo disfrutar, una vez más, con cada una de sus obras. La sonrisa del Demócrito, la severidad de Pacheco (su suegro), el retrato de Diego del Corral, el enano El Primo, que te mira y parece preguntarte: “¿Y tú qué. Qué pasa contigo que tanto me miras?” Todos ellos como aperitivo de lo que vendrá más tarde.
La oportunidad de ver algunos Rembrandt hay que aprovecharla. No defrauda. Es tan grande como imaginaba, con ese punto autoirónico tan agradable, que puede verse en su autorretrato como San Pablo, y esa carga de ingenuidad, como si el personaje le desbordara tanto que no supiera bien qué hacer con él.
Los Vermeer están bien aunque a mi me dejan un poco frío, lo que es precisamente algo que no debe hacer una pintura.

Memorable el Retrato de caballero anciano de El Greco, con esa mirada fija en el espectador que le presta una ironía teñida de melancolía tan atractiva.
Hay más, claro. Todos ellos de gran nivel: Frank Halls, Jan Lievens, colega de Rembrandt, dos Murillos (el joven gallero y las cuatro figuras), Samuel van Hoogstraten, entre otros.
Tras una pausa me introduzco en la exposición permanente. Ni siquiera entro, muy a mi pesar, en la temporal de Fra Angelico. Hay que elegir.
Sin proponérmelo caigo en una sala tremenda, impactante. Es la sala en la que se exhibe el Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, obra que Antonio Gisbert pintó en 1888. El lienzo, de grandes dimensiones y de gran realismo, ocupa una de las paredes. En él se reproducen los últimos momentos del general liberal José María Torrijos y sus compañeros, fusilados sin juicio previo por orden de Fernando VII en 1831. Muchos de ellos habían destacado en la guerra de la Independencia contra los franceses. Torrijos encabezó un pronunciamiento en 1831 contra el absolutismo fernandino con la intención de restablecer la Constitución de 1812. Para ello desembarcó en Málaga, procedente de Gibraltar, con otros sesenta sublevados. Los 48 que sobrevivieron a la emboscada que les tenían preparada fueron fusilados unos días más tarde.
El pelotón de fusilamiento queda relegado al segundo plano, destacando en el primero a las propias víctimas, con algunos cadáveres tendidos sobre la arena. El naturalismo y, sobre todo, la emoción contenida, son las claves de la grandeza de esta obra.
Enfrente de ella cuelga otro cuadro de Gisbert de similares características, aunque la temática se remonta varios siglos atrás. Sin embargo, el naturalismo y la emoción contenida también están presentes. Se trata de Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, obra de 1860. Los caudillos castellanos se rebelaron contra Carlos I y su corte de nobles y clérigos flamencos entre 1520 y 1522. Pretendieron entronizar a Juana, la madre perturbada de Carlos I. La guerra concluyó con la derrota de Villalar, en 1521 y con los tres cabecillas decapitados al día siguiente.
Quiero detenerme un poco en Goya. De camino veo varias obras que me encantan, como las de Federico de Madrazo y las de Eduardo Rosales. Le dedico un buen rato al Tobías y el ángel de Madrazo, apenas un esbozo. Cuánta ternura hay en esta obra entre Tobías y el arcángel san Rafael. Una vez más tengo que dar la razón a Gaya cuando alaba tanto a este pintor fallecido en plena juventud.
Otro gran cuadro de tema histórico que aprecio es La conversión del duque de Gandía, obra de José Moreno Carbonero. Tras su fallecimiento en Toledo el cadáver de la emperatriz Isabel de Portugal, mujer muy querida en su entorno, bienamada esposa de Carlos I, es llevado a Granada. El lienzo reproduce la apertura del ataúd. Ante la putrefacción del cadáver el futuro san Francisco de Borja no puede ocultar su desconsuelo y se abraza a un compañero. “Nunca más servir a un señor que se me pueda morir”, dicen que dijo, antes de hacerse seguidor de Ignacio de Loyola y alcanzar la santidad. La mujer que, a la izquierda, se tapa el rostro es la esposa del propio duque, probablemente sumida en sentimientos encontrados al ver el desconsuelo de su marido.
---
El pelotón de fusilamiento queda relegado al segundo plano, destacando en el primero a las propias víctimas, con algunos cadáveres tendidos sobre la arena. El naturalismo y, sobre todo, la emoción contenida, son las claves de la grandeza de esta obra.
Enfrente de ella cuelga otro cuadro de Gisbert de similares características, aunque la temática se remonta varios siglos atrás. Sin embargo, el naturalismo y la emoción contenida también están presentes. Se trata de Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo, obra de 1860. Los caudillos castellanos se rebelaron contra Carlos I y su corte de nobles y clérigos flamencos entre 1520 y 1522. Pretendieron entronizar a Juana, la madre perturbada de Carlos I. La guerra concluyó con la derrota de Villalar, en 1521 y con los tres cabecillas decapitados al día siguiente.
Quiero detenerme un poco en Goya. De camino veo varias obras que me encantan, como las de Federico de Madrazo y las de Eduardo Rosales. Le dedico un buen rato al Tobías y el ángel de Madrazo, apenas un esbozo. Cuánta ternura hay en esta obra entre Tobías y el arcángel san Rafael. Una vez más tengo que dar la razón a Gaya cuando alaba tanto a este pintor fallecido en plena juventud.
Del gran retratista romántico que es Federico de Madrazo elijo en esta ocasión una obra histórica, El Gran Capitán recorriendo el campo de batalla de Ceriñola, obra inspiradda en La rendición de Breda de Velázquez. Relata una escena de la guerra entre Francia y España por la que ésta recuperó, en la batalla de Ceriñola (1503), la posesión de Nápoles. Al día siguiente de la batalla, de madrugada, Gonzalo Fernández de Córdoba recorre el escenario, en el que han quedado 3000 muertos y heridos, y se encuentra con el cadáver de su enemigo, el duque de Nemours. El joven Madrazo se empleó a fondo en esta pieza del academicismo romántico, que contiene excelentes retratos, toda ella ambientada en una extraña luz de amanecida que presta claroscuros a la escena. El rostro aniñado del Gran Capitán, impropio de un hombre de 50 años, habla de la idealización romántica.
Otro gran cuadro de tema histórico que aprecio es La conversión del duque de Gandía, obra de José Moreno Carbonero. Tras su fallecimiento en Toledo el cadáver de la emperatriz Isabel de Portugal, mujer muy querida en su entorno, bienamada esposa de Carlos I, es llevado a Granada. El lienzo reproduce la apertura del ataúd. Ante la putrefacción del cadáver el futuro san Francisco de Borja no puede ocultar su desconsuelo y se abraza a un compañero. “Nunca más servir a un señor que se me pueda morir”, dicen que dijo, antes de hacerse seguidor de Ignacio de Loyola y alcanzar la santidad. La mujer que, a la izquierda, se tapa el rostro es la esposa del propio duque, probablemente sumida en sentimientos encontrados al ver el desconsuelo de su marido.
---
No hay comentarios:
Publicar un comentario