lunes, 16 de marzo de 2020

El rumor de los arroyos

Como ha llovido generosamente las últimas semanas, el camino está algo embarrado. A cambio, los arroyos rebosan de caudal y el permanente rumor de sus aguas ameniza todo el paseo.

Es domingo, brilla el sol --a ratos tamizado por nubes altas-- y hay más paseantes de lo habitual en este final del otoño. Parejas con niños aprovechan para airearse, cambiar el asfalto por la hierba y contemplar a las pottokas que pastan por las campas y arboledas.

Los robles ya han perdido la mayor parte de sus hojas, las laderas montañosas aparecen rojizas, los bordes de los caminos rebosan de hojas muertas.

Es inevitable compartir el paseo con las voces humanas. Se me ocurren ideas extrañas al respecto: ¿los hombres primitivos también hablaban tanto cuando salían de caza? Esta necesidad de verbalización permanente, este no parar de darle a la lengua en ningún momento, debe tener alguna explicación psicoanalítica --o tal vez sociológica-- que se me escapa.

Dejo pasar a una pareja que viene por detrás, a ver si de esta forma puedo evitar seguir escuchando su parloteo. Pero más adelante me los vuelvo a encontrar, porque se han parado con otra pareja que viene en dirección contraria y charlan como si estuviesen en mitad de la ciudad. Y vuelta a empezar.

Ya casi al final descanso un rato sentado en el tronco de un árbol cortado. Enseguida escucho las piadas de un pajarillo que revolotea tímido sobre mi cabeza. No consigo verlo. Antes de irme le dejo trocitos de nuez sobre el tronco. Me alejo unos pasos, me doy la vuelta, y lo veo dando cuenta de las migas.

Fotografío a un grupo de pottokas que descansa junto al camino. Una madre con dos niñas pequeñas se acercan hasta ellas para acariciarlas. Un buitre sobrevuela a baja altura y desaparece.


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