viernes, 6 de noviembre de 2020

Una maltratadora


Día 7. Primera semana de confinamiento. Debí haber dado el paseo al mediodía, para aprovechar el agradable solecito otoñal, pero me he quedado a trabajar. Así pues, salgo al atardecer.
   El paseo discurre agradablemente. La tarde es luminosa. Me acerco hasta la explanada frente a Fuenterrabía. Antes he recibido la buena noticia de que mi madre parece haber mejorado algo y está más tranquila. En el móvil leo el escrito que una lectora, María José Peña, ha dedicado a mi libro, que ando promocionando estos días y vendiéndolo en oferta.
   Desde que se publicó hace unos tres años apenas he recibido opiniones de los lectores. Es curioso. La gente que ha tenido que pagar por leerlo se ha mostrado mucho más generosa en sus comentarios. Mucha gente a la que he regalado el libro se han limitado a darme las gracias. Creo que lo tendré en cuenta cuando publique el segundo, lo que espero no sea tarde.
   Soy consciente de que Agua que corre contiene algunas opiniones políticas que no siguen la corrección al gusto actual y, en consecuencia, no son del agrado de muchos, pero creo que el lector debe tener en cuenta que el contexto en el que han sido escritas, habida cuenta de que autor vive en el País Vasco y eso, hasta hace no demasiado tiempo, marca mucho y, mucho me temo, que marca definitivamente.
   Pero tengo también muy claro que, en mis próximos libros, si es que los hay, la política va a desaparecer de la escena o, al menos, irá debidamente camuflada bajo una buena capa de ironía y distanciamiento.
   Sin embargo, como dice mi lectora, “los días están hechos de dichas y de penas, todo al mismo tiempo”, y la pena estaba acechando en la oscuridad de la solitaria arboleda por la que transitaba camino a casa.
   Una mujer, creo que joven, con tres perros, estaba chillando y pegando a uno de ellos, el que llevaba atado. Enseguida he sabido que iba a intervenir, porque no soporto la crueldad con los animales.
   Cada uno estábamos en una acera. Le he recriminado su actitud y le he pedido que dejara de maltratar al animal. Como era de esperar, la maltratadora se ha puesto como una pantera y me ha lanzado un chorro de insultos. Pero a mí, a estas alturas de la vida, los insultos me resbalan, y he continuado diciéndole lo que le tenía que decir. Entre otras cosas le he deseado que a ella nunca la traten de la misma forma en que ella trata a sus animales. Y, mientras lo decía, algo por dentro me sugería que quizá esa era la razón de su actitud, que ella también ha sido maltratada, porque siempre repetimos lo que nos han hecho a nosotros y romper esta lamentable cadena es algo que pocos consiguen.
   Ahí la he dejado, qué otra cosa podía hacer, mientras ella despotricaba. Casi me he sentido orgulloso de ser un “puto viejo.”


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