Veinte minutos después llegamos al pie de la pequeña colina donde, desde hace diez siglos, se levanta el monasterio cisterciense de Rioseco. Son las cuatro de la tarde y el sol no da tregua. Unos metros más allá discurre el Ebro.
A duras penas --yo con la cocacola produciéndome nauseas-- alcanzamos las primeras ruinas. En los dos lienzos que permanecen de la antigua torre vegeta la maleza. La impresión es desoladora. Pero el acceso habilitado está un poco más allá, al final de la cuesta.
Frente a la portada se abre un remanso de sombra, pero a uno le quedan dudas sobre la seguridad de la visita. No hay problema alguno, pero los carteles recomiendan una elemental precaución.
Una vez en el interior de la iglesia todo cambia: nos alcanza una penumbra y un frescor que deben estar ahí desde la Edad Media. ¿Qué tiene este románico tardío o, mejor, este gótico naciente que tanto conmueve? El cisterciense aún vivo impresiona por el rigor y la simplicidad, que parecen despejar el camino hacia lo sagrado. Pero este Císter en ruinas, desolado, aún es más emocionante si cabe. Se percibe bien en Rioseco o en Bujedo de Juarros.
Se mantiene la grandiosidad del estilo, pero la ruina, si está cuidada, transmite un mensaje de poderío misterioso, inmortal y desafiante, porque cada uno de los muros en pie parece decirlo todo sobre el empeño colosal de la idea que erigió esta obra ambiciosa y empecinada de eternidad.
La luz castellana cae desde lo alto y rompe con delicadeza y encanto la oscuridad conventual. Uno podría quedarse horas aquí dentro, deambulando a la fresca, de no ser porque el claustro, destechado por la ruina y la codicia, invita a recorrerlo, saltando por las sombras que proyectan sus columnas y arcos. Si en la desnudez actual es tan bello, cómo sería cuando estaba completo.
Dicen que aquí llegaron a vivir más de cien monjes. En este momento agosteño estamos diez o quince turistas. Y ya somos demasiados. Hay que decir que el milagro de poder visitar este monasterio se lo debemos a los voluntarios que, desde hace años, se afanan en limpiarlo y restaurarlo. El milagro que no pudieron imaginar los monjes blancos de San Bernardo en tantos momentos de angustia y decadencia.
Siguiendo la carretera, en pocos kilómetros, se alcanza el eremitorio medieval de San Pedro, excavado en la roca, pero lo dejamos para otra ocasión y seguimos la carretera que se interna en otro valle, el de Manzanedo. La ruta, estrecha y sinuosa, es un paraíso de verdor.
En la entrada de San Miguel de Cornezuelo vemos el cartel que anuncia su afamada iglesia románica, pero ya no nos queda energía más que para volver a Burgos, así que enfilamos el puerto, de curvas muy cerradas. Sin embargo, al llegar a lo alto, en el cruce, el coche empieza a echar humo y nos tenemos que parar.
Permanecemos un par de horas en el arcén, haciendo gestiones telefónicas y a la espera de la grúa. No hay demasiado tráfico. Me sorprende muy gratamente que muchos conductores, al ver nuestra situación, se paran un momento y ofrecen su ayuda.
Una hora más tarde, llegamos a la ciudad en un taxi y nuestro vehículo remolcado por una grúa. En el trayecto contemplamos las espléndidas hoces sobre el río Ebro. ¡Qué soberbio paisaje!
Con el incidente se nos ha esfumado el cansancio. Al menos por un rato.
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