La bahía está casi llena, por lo que no disfruto de esos accidentados fondos marinos que la bajamar descubre con tanto encanto entre Igueldo y la isla. A la derecha contemplo, tras el entramado de la ciudad, las siluetas de las Peñas de Aya y, más allá, el cono del Larrún. Son las mismas montañas –aunque con perfiles muy diferentes– que puedo ver cada día desde Hendaya.
Como hay tanta gente, escucho retazos de conversaciones, algo que me incomoda. A medida que me aproximo al Peine, es decir, a la esquina marítima que cierra la bahía de La Concha, me viene a la cabeza la idea de que, en realidad, la espectacular obra de Chillida, ha desvirtuado –parcialmente (pues en otro sentido lo ha revalorizado)--, el encanto salvaje de este lugar. De alguna forma lo ha domesticado.
¿Cuántos de estos turistas y visitantes que tengo alrededor –que parlotean festivos, que se hacen fotos, que hablan a voces–, vendrían hasta aquí de no ser por la fama de las tres esculturas chillidianas?
Tan sólo veo a un joven verdaderamente interesado por los pesados hierros curvos anclados en las rocas. Tiene aspecto de extranjero y está como extasiado. El resto es puro dominguerismo. Algo más de interés despiertan los agujeros perforados en el suelo, por los que pasa el viento y, ocasionalmente, emiten chorros de agua. Un grupo de chicas se deja sorprender y alborotan un poco a cuenta del asunto.
Yo mismo, con tanto jaleo alrededor, no termino de acomodarme en el entorno. Me doy la vuelta y aprecio, una vez más, la aspereza del suelo de granito que diseñó, como el resto del lugar, el arquitecto Luis Peña Ganchegui.
Esta aspereza, esta rugosidad, este escalonamiento, esta dificultad, tanto de la arquitectura como de la escultura, se compagina mal con el turismo de masas. Pero qué le vamos a hacer, es el signo de los tiempos. Probaré otro día.