De repente, hace pocos meses, surgió una nueva estrella en el firmamento galo: el periodista y polemista Eric Zemmour. Lo tomaron los medios en sus amorosos brazos y lo ascendieron a los cielos. No se hablaba de otra cosa en el Hexágono. Parecía que se iba a comer el mundo, aunque al principio no se sabía bien cómo encasillarlo. De “extrema derecha” no porque esa etiqueta ya estaba ocupada por Marina Le Pen. Al final, después de muchas vacilaciones, lo dejaron en “ultra”, el “ultra Zemmour”.
Durante estas semanas de promoción frenética Marina Le Pen quedó eclipsada. Sin duda, no era otro el objetivo. Entretanto Emmanuel Macron ni se inmutaba. Es más, dejaba hacer a sus peones y se dedicaba a la política de Estado y a meter la cuchara en el conflicto ruso-ucraniano. Consiguió que Putin estrenara con el su famosa “mesa kilométrica para un diálogo imposible”. En realidad tampoco le importaba el ridículo y la mofa putinesca: la opinión pública francesa, por la vía mediática y de las redes sociales, ya se había decantado por Ucrania y él quedó como un campeón de la paz al principio y un defensor de la víctima ucraniana después. Su campaña ya estaba hecha. Entretanto Le Pen y Zemmour se fatigaban por ocupar la plaza de la debilitada oposición.
Un mes antes de las elecciones, con los tanques rusos ensangrentando Ucrania, los medios procedieron a pinchar el globo Zemmour: “Bah! sólo es un ultra, no tiene nada que hacer.” Y Marina volvió a tomar las riendas de la oposición al ladino Macron. Los resultados de la primera vuelta han confirmado las expectativas. Todo ha salido según lo previsto. Estamos igual que hace cuatro años. Francia se copia a sí misma. Los medios, siguiendo aquel consejo zapateril (“Nos interesa que haya tensión”) especulan con un sorpasso de la Le Pen, pero sólo es una forma de vender. Les pasa lo que a todos. Ya no saben cómo hacer caja.