jueves, 4 de abril de 2024

En la ciudad rojiblanca

A mi lado en el autobús un hombre joven miraba su teléfono encogido hacia adelante, tapándose como si pretendiera esconder lo que veía en la pantallita, como si estuvieran viendo una peli porno o algo parecido.

A mi me daba igual lo que estuvieran viendo. Cuanto más se protegía menos me interesaba. Pero se pasó en esta heroica postura la hora y media que duró el viaje.

Llegué hambriento así que me senté en un céntrico parque, que era todo cemento, frente a una docena de niños que jugaban y hablaban en inglés. Me pareció raro, hasta que descubrí que una joven teacher los pastoreaba casi militarmente.

Mientras los contemplaba pelé una manzana –con la flamante y bien afilada navajita que me ha regalado Greta– y me la comí tranquilamente. El recreo de los niños acabó, la teacher los puso en fila india y abandonaron la plaza.

Tras la manzana abrí tres nueces con uno de esos corazoncitos metálicos, y me las comí acto seguido. Tuve que levantarme dos o tres veces para depositar los desperdicios en una papelera próxima.

Pasó una mujer muy pequeñita, pero que no parecía una enana. Pensé que no debe ser fácil el ser tan pequeña. Pasaron también dos chicas negras que se reían mucho. Un par de perros, conducidos por sus dueños, se acercaron a beber en una fuente situada junto a la papelera.

Acto seguido procedí a cepillarme los dientes. Algunos transeúntes me miraban como si nunca hubiesen visto a un hombre cepillándose los dientes. Luego me enjuagué la boca con un poco de agua y escupí el agua sobre un pequeño cuadro de césped.

La razón de que me lavara los dientes fue que tenía una cita con el dentista y no quería que descubriera que había comido nueces, aunque seguro que lo averiguó porque a los dentistas no se les escapa nada de lo que ocurre en tu boca.

Tras el almuerzo, o más bien picnic, como me sobraba media hora larga para mi cita, entré en una espaciosa cafetería para tomarme un café con avena. Me senté en una mesita cuadrada detrás de una columna y me concentré en el café y en el móvil.

Llevo una temporada bastante autista y no suelo fijarme demasiado en la gente que tengo alrededor, aunque tampoco es que hubiera nadie interesante, por lo menos a primera vista.

La ciudad estaba llena de banderas y carteles y todo tipo de artilugios relacionados con el equipo local, que este domingo va a jugar la final de la Copa del Rey de fútbol. Creo que no ví un solo comercio que no luciera, bajo una apariencia u otra, los colores blanco y rojo.

Este tipo de unanimidades me resultan un poco aburridas, pero, en fin, no había venido a la ciudad a divertirme.

El trámite en el dentista quedó resuelto en veinte minutos y pude salir a darme una vuelta antes de ir a comer. Me acerqué hasta el paseo de la ría. Crucé por uno de los puentes y regresé por el siguiente.

Al entrar en el restaurante me fijé que a la derecha había una sala de buen tamaño donde se había montado una suerte de escenario flanqueado por dos grandes pantallas. Bajo el escenario había media docena de filas de sillas y, por todas partes, los colores rojiblancos. Todo estaba preparado, con la debida antelación, para la retransmisión de la final futbolera. Un cartel anunciaba que se admitirían espectadores hasta completar el aforo.

En la comida me sirvieron un ligeruelo algo aguado pero que se dejaba beber, así que procedí despreocupadamente. Para las tres de la tarde ya estaba en la calle de nuevo.

Había empezado a llover. Afortunadamente llevaba un pequeño paraguas plegable en mi mochila. Sin embargo, cuando procedía a desplegarlo se desmontó como por arte de magia y me quedé con la sombrilla en una mano y el mango en la otra. Es lo que tienen los paraguas baratos. Tuve que volver a componer el artilugio pero, a partir de ese momento el paraguas se descomponía con suma facilidad lo que, como podreis imaginar, resultaba bastante incómodo.

Tenía previsto visitar una librería de libros de segunda mano, pero el negocio no abría hasta las 4.30 así que por el camino me detuve en el Primark. Allí dentro, pese a lo temprano de la hora, había una humanidad, principalmente de origen magrebí y sudamericano. Este hecho no me extrañó demasiado pues la vez anterior que entré en uno de estos hipermercados de ropa observé exactamente el mismo fenómeno.

La circunstancia de que la sección de hombres estuviese situada en la tercera planta me permitió un corto viaje en un moderno y amplio ascensor en compañía de tres churumbeles que jugueteaban con los botones del ascensor mientras sus madres –cubiertas sus cabezas por pañuelos–, se dedicaban a platicar.

Así que primero descendimos una planta y luego ascendimos otras dos. 

Era una planta enorme. Para no perderme decidí recorrerla en el sentido de las agujas del reloj. Había unas bermudas que me vendrían bien para bajar a la playa pero me percaté de que las de mi talla habitual eran demasiado grandes y las de una talla menor, demasiado pequeñas, así que opté por descartar la compra.

En las proximidades encontré unas sudaderas francamente baratas y, tras un somero vistazo, me decanté por una de ellas, de color verde pastel. Con ella bajo el brazo proseguí mi recorrido, toqueteando aquí y allá sin decidirme a adquirir nada más.

En la caja había una cola importante, pero las tres cajeras –la mía era muy simpática– la liquidaron en poco tiempo. Para descender utilicé las escaleras mecánicas, que no estaban nada mal y siempre tienen un punto de emoción hasta que consigues dar con el peldaño adecuado para ser transportado de forma satisfactoria.

Toda esta parte de la ciudad está plagada de jóvenes y esbeltos negros que se dedican a vender camistas –rojiblancas, por descontado– paraguas y algunas, pocas, falsificaciones. Nunca antes había observado a esta suerte de vendedores ambulantes en la ciudad. Los tiempos cambian una barbaridad, incluso en ciudades tan ancladas en su idiosincrasia como esta.

Seguía lloviznando y yo seguía discutiendo con el paraguas. El viento contribuía a que nuestro debate fuera cada vez más enconado.

Discurriendo por las calles del casco antiguo me encontré en la plazuela de la catedral y, como ví la puerta abierta, se me ocurrió hacer una visita. Ingenuo de mí creía que el acceso sería gratuito pero había que franquear una taquilla. Si no recuerdo mal la visita costaba seis euros. Abandoné la idea de entrar en el templo y seguí deambulando.

Encontré estas veteranas calles más o menos como las había dejado hace una decena de años. Estaba muy cansado, gracias al madrugón que me había recetado para coger el autobús. Decidí entrar en un café a tomar un té verde, pero, tras unos minutos en los que fui el hombre invisible para los camareros que atendían el mostrador decidí irme.

La librería estaba a cinco minutos. La atendía una agradable joven de pelo corto cuya cabeza lanzaba bonitos destellos azules. La saludé con retraso pues las últimas adquisiciones estaban justo en la entrada y me demoré en ellas unos minutos.

En la sala estuve husmeando las estanterías durante media hora. Constaté que los baldas inferiores ya han quedado fuera de mi alcance pues, si me agacho para revisarlas, corro el riesgo de levantarme dificultosa y dolorosamente. Como la ordenación de los libros se suele hacer por orden alfabético puede decirse que a partir de la “o” y hasta la “z” me lo pierdo todo. Menos mal que ya estoy resignado…

Los dos kilómetros que me separaban de la estación de autobuses, debido al cansancio acumulado, fueron bastante penosos, amén de la llovizna que no cesaba. El paraguas empezó a dar signos de inutilidad flagrante y se convirtió en un problema añadido. Además, no me había tomado mi té verde de media tarde.

Por fin, ya en las proximidades de la estación me introduje en un pequeño café y me instalé en una mesita de cara a la calle y bajo una pantalla de televisión que emitía videos musicales de Fito y los Fitipaldis. 

Estaba tan cansado que durante veinte minutos no hice otra cosa que beber mi té, mirar por la cristalera, reposar y escuchar al animoso Fito.

A la salida arreciaba la lluvia y el paraguas se dió la vuelta con el viento. Estuve a punto de arrojarlo en un contenedor pero luego recordé que aún me quedaba hacer un transbordo y que podía necesitarlo, como así ocurrió.

Llegué con el tiempo justo y, pese a entrar de los últimos en el autobús conseguí un asiento en la segunda fila y, además, nadie se sentó a mi lado, lo que agradecí pues los autobuses de hoy parecen haber sido diseñados para niños pequeños.

Tuve la suerte de que el conductor permitió que mantuviera encendida la lamparilla sobre mi cabeza (muchos la apagan) y, de esta forma, puede hojear los dos libritos que había adquirido. Uno de ellos, el Don Juan, de Azorín, ya lo había leído, e incluso creo que ya lo tenía en mi biblioteca, pero aún así me gustó releerlo.

Al otro ejemplar –una edición no venal de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna– también le dediqué un rato. Me gustó más de lo que me imaginaba pues de joven las greguerías me parecían un poco artificiales.

Uno de los problemas de la juventud es la precipitación en nuestros juicios, fruto, imagino, de la precipitación propia de esa edad.

Cuando llegué a casa tiré el paraguas a la basura.