Tengo una hora libre por la mañana y doy un paseo bajo mi paraguas. Cae una llovizna fría y esporádica. Me encamino hacia el parque junto al río pero, a mitad del trayecto, se me ocurre visitar el cementerio situado junto a la carretera general.
Decía Ernest Jünger que, para conocer a un pueblo, hay que entrar en sus mercados y en sus cementerios. En Hendaya, esta villa vasco-francesa en la que vivo -como en general en el País Vasco- tanto los unos como los otros están muy cuidados.
En realidad tengo interés en visitar un pequeño mausoleo en el que está enterrado el arquitecto E. Durandeau, cuya obra -ampliamente representada en la villa- me gusta y me interesa mucho. Este arquitecto tenía la costumbre de firmar todas sus obras, con una inscripción de su nombre en las fachadas. Sin embargo, en su propia tumba -diseñada por él- no figura su nombre sino el de su familia. El individuo, al fin, se diluye en la familia. Una idea que hoy parece anacrónica
Hace un mes que se celebró la fiesta de Todos los Santos. Los crisantemos se han marchitado; los tiestos de plástico se han caído de las losas de mármol por causa del vendaval.
Camino despacio por las calles del camposanto; leo las inscripciones en la piedra y las que figuran en los pequeños objetos piadosos depositados en las lápidas; los franceses son muy aficionados a estos recuerdos.
Hay muchos ex-combatientes de diversas guerras, principalmente de la segunda mundial y de las coloniales africanas. Hay muchos apellidos españoles procedentes, imagino, de los exiliados de las últimas guerras civiles, en especial la de 1936.
Quiero pensar que aquí yacen gentes que estuvieron enfrentadas en vida. Quiero pensar que, en última instancia, el cementerio es un lugar de conciliación o, al menos, de respeto por los muertos. Tal vez por ello las profanaciones de tumbas son tan despreciables. El recuerdo de los muertos humaniza y dignifica a los hombres.
Todas las inscripciones, pese a su carácter reiterativo, expresan dolor, añoranza y esperanza en muchos casos. Todas conmueven. Todas reflejan la tragedia implícita en la vida de los seres humanos.
Pero hay una, dedicada a una mujer, que me deja estremecido, que me traspasa. Dice así: "Que tu descanso sea tan dulce como fue bueno tu corazón".
Tal vez tuviera razón el Dante. Es el amor quien mueve el mundo y las estrellas.
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