lunes, 27 de noviembre de 2006

Terrores nocturnos

No se termina de comprender a nuestros padres hasta que se tienen hijos.

El pasado fin de semana, de visita en casa de mi suegro, el niño pequeño (tres años) se pone a llorar desconsolado hacia la una de la madrugada. Yo no me entero, porque fuera de casa duermo con tapones de cera en los oídos, hasta que siento levantarse a mi mujer.

No hay forma de consolar al crío, que duerme con su hermana mayor (siete años). Al final mi mujer, para no incomodar al resto de la familia, opta por meterlo en nuestra cama. Es la primera vez que ocurre algo semejante.

El llanto cesa cuando el niño se instala, confortablemente, entre ambos. A mí se me agolpan todos los recuerdos. Me enternezco en medio de la incomodidad.

¿Cuántas veces, a la edad que ahora tiene mi hijo -y aún más tarde-, yo invadía la cama de mis propios padres, aterrorizado por la oscuridad y por la soledad de mi habitación? La cama de mis padres era el paraiso y ellos, durante mucho tiempo me lo consintieron.

Ahora he verificado lo incómodo que resulta. El pequeño nos tiene arrinconados. Yo recibo un par de patadas y otro tanto le ocurre a mi mujer. Nuestro sueño, a diferencia del suyo, resulta problemático y superficial. Además, tras el ajetreo nocturno, la criatura se despierta a las 7,30 de la mañana con ganas de actividad, es decir, con ganas de que le hagamos caso o, cuando menos, de ver dibujos en la televisión. No hay más remedio que levantarse.

Decía Marguerite Yourcenar que los hijos nos convierten en rehenes de la vida. Ella no tuvo hijos. Yo, cuando leí la frase, tampoco. Entonces no la entendí. Ahora la entiendo perfectamente.

Espero, en mi propio beneficio -y en el de mi mujer- que mi hijo pequeño no sufra los terrores nocturnos que sufrió su propio padre y no se venga cada dos por tres a pasar la noche en nuestra cama.

Pero tampoco me hago demasiadas ilusiones. Nos parecemos demasiado. La diferencia es que él no duerme solo; al menos de momento.

Lo que no tiene remedio es lo de los tapones de cera para dormir. Afortunadamente en casa, como no tenemos vecinos adosados (gracias Dios mío) no los necesito, pero en cuanto salgo de casa me resultan imprescindibles.

Lo del ruido y la falta de educación y respeto en este país -antes llamado España- yo creo que es endémico y no tiene solución. Ya no se trata sólo de que las edificaciones son infames sino de que el ruido se incrementa en la misma proporción en que disminuye el respeto.

Me reservo para otro día una entrada sobre el mercado de tapones para oídos. Sobre el ruido y la falta de respeto casi prefiero no hablar, no vaya a tentar al diablo.