martes, 29 de abril de 2008

La Edad Media en Catalañazor


Ajeno a su ignorancia, rueda tranquilo con su utilitario por estas bellísimas tierras altas sorianas, suavemente onduladas, salpicadas de piedras redondeadas y de encinas, bajo un cielo de intenso intenso.

A mano izquierda deja la capital, que ya conoce de una excursión anterior, y prosigue en dirección a su destino: Quintanas de Gormaz. Pero antes hace una parada en Calatañazor. Se decide a subir en su vehículo hasta lo más alto, al pie del castillo y esta ascensión, por la calle principal, le deja admirado por no decir embobado.

Es una calle de casas de barro y piedras rojizas (como la tierra toda de Soria), porticada en algunos tramos, con una iglesia en un lateral y unas extrañas chimeneas cónicas que aquí denominan pinazanas. Desemboca en un espacio abierto, que cierra las ruinas del castillo y preside un rollo o picota, inquietante, como todos estos monumentos medievales. Por un momento, se cree en la Edad Media. Junto al rollo hay una piedra enorme que alberga un gran fosil vegetal.



Muchos pueblos y villas de la región tienen un castillo en lo alto. Hace falta rodear las localidades para percatarse de la magnitud de estos edificios –la mayoría en completa ruina- y de las murallas que los circundan. En Calatañazor, como en otros pueblos, el castillo se levanta sobre otro castillo natural formado por grandes rocas y aprovechando el aislamiento natural que proporciona la hoz de algún río. Esqueletos de torres, lienzos de murallas, fragmentos almenados envuelven superficies hoy desérticas, donde crece la yerba y aparecen restos de pozos, aljibes y edificaciones variadas. En casi todos hay pequeños paneles informativos muy útiles para que la imaginación, alimentada por el soplar del viento, haga su trabajo.


Además de los castillos, estos altozanos proporcionan una visión de ensueño del paisaje soriano. Abiertos a los cuatro vientos pueden verse las tierras llanas que se pierden hacia lejanas serranías, coloreadas de verde por campos de cereal o salpicadas de cepas oscuras y alineadas; vegas de ríos; trazados de caminos centenarios; grandes manchas oscuras de encinares, pinares y sabinares, suaves lomas sobre la arenisca rojiza de esta región de belleza misteriosa y sugerente.

El caudillo árabe Almanzor, terror de la península hacia el final del primer milenio, tiene aquí una estatua. La historiografía duda de que fuera en estos campos donde perdió su última batalla (había ganado casi todas las anteriores), pero un juglar dijo aquello de “En Catalañazor, Almanzor perdió su atambor” y muchas veces la literatura se impone a la historia. En cualquier caso el guerrero murió en Medinacelli, unos cuantos kilómetros al sureste.


Junto a Calatañazor se encuentra un sabinar que cuenta con un centro de interpretación instalado sobre una antigua casa palaciega. Un guarda, que es todo amabilidad, y un paisano de tez oscura charlan en la solana. Un poco más allá hay un paraje de gran belleza denominado La Fuentona, una poza kárstica aún no explorada en su totalidad a la que se accede por un sendero flanqueado por chopos y sabinas. Lo atraviesa el Abión, un río limpio e impetuoso, surcado por varios puentes de madera con un aire de grabado japonés. Al atardecer el lugar se encuentra concurrido por turistas y paseantes. En los altos roquedos planean los buitres y otras aves de gran porte. Como en tantos otros parajes naturales hay senderos balizados que invitan a largos paseos campestres.

Al caer la tarde se acoge a la hospitalidad de Mari Luz, en su casa rural Patiño, de Quintanas de Gormaz. Con la última luz observa la silueta de la fortaleza califal que domina imponente toda la región.