sábado, 14 de junio de 2008

Libros, ensalada y café


En la Casa del Café, donde predomina la clientela femenina, se sirve un café -con demasiado azucar, qué descuidado- en un vaso de plástico. A continuación se lo bebe sentado en el mismo banco de hace dos o tres semanas. Hoy la calle está menos animada: desde hace diez días una bruma insidiosa se ha apoderado de la ciudad.

Apenas tres mujeres jóvenes, con chándales, que mantienen una conversación a gritos. Un anciano renqueante con abrigo, bastón y una gorra. Una señora de pelo blanco en una silla de ruedas accionada por otra señora de pelo castaño. Paseantes con perros (cuatro o cinco). Y ciclistas variopintos.

Además, una furgoneta roja mal aparcada le priva de la visión de un fragmento considerable de la calle. Hay varios vehículos mal estacionados. Se ve que hoy no ha pasado el guardia.

Hace un par de recados y, de paso, se introduce en la sala del Kursaal para ver una exposición de Ilan Wolff, fotógrafo que practica la fotografía estenopeica.

Las imágenes, muy deformadas en los extremos, parecen haber sido obtenidas con un gran angular y el resultado no consigue ni siquiera entretenerle. Incluso le desagrada. Hay un par de desnudos femeninos que son un ultraje: la modelo parece una ballena con sus pies en forma de aleta.

A la salida le da un vistazo al libro de visitas, lo que siempre es algo ameno e instructivo, y descubre que a todo el mundo le ha encantado, maravillado y entusiasmado. En fin, se dice, mejor seguir el paseo.

Pero antes se impone comer algo. Se introduce en el Café K. y se instala en una mesa del fondo. Para amenizar la espera se entretiene con los titulares de un periódico. Una camarera y una cocinera van y vienen. Parecen muy ocupadas. La cara de la cocinera le indica que no está muy alegre. Siempre le preocupan los cocineros con cara de pocos amigos. Tiene la convicción de que el mal humor se transmite a la comida. Al cabo de un rato verifica que la cocinera se ha puesto a comer sentada frente a la barra y que él se ha convertido en el cliente invisible. Aprovecha para escabullirse.

En la parte vieja se acerca hasta el Juantxo (excelentes bocadillos), pero no encuentra una mesa libre y no tiene ganas de comer de pie. Al fin se resigna a ir al Pan&Company de siempre, donde está seguro de encontrar una mesa. Cuando llega descubre que lo han clausurado. Menos mal que todavía es temprano. Al fin se decanta por una cervecería, descarta el consabido bocadillo y se decide por una ensalada templada de pasta y un rioja.

A lo largo de la mañana ha observado que el hipotético ascenso del equipo de fútbol es un tema de conversación muy socorrido, sobre todo entre hombres de mediana edad. También ha visto algunas banderas blanquiazules en los balcones. No muchas, a la espera de los acontecimientos.

Después de un té con limón, también de máquina, se pone a pasear. La temperatura es agradable. Se cruza con un hombre joven, vestido de negro, que camina a paso rápido mientras lee un libro. ¿De qué lo conoce? Es el encargado de la tienda donde se compró la última camisa, el que dijo que le encontraba algo despistado. ¡Qué curioso, un joven leyendo un libro –de pasta dura, además- mientras camina!

Un poco más allá un tipo hosco y desastrado, con un tetabrik de vino en la mano, le pide un cigarrillo. Tras su negativa el tipo se abre camino a codazos entre la gente. Tal vez tenga síndrome de abstinencia nicotínica. A una mujer que va fumando le pide un cigarrillo. La mujer le da el suyo antes de introducirse en un portal.

Cuando enfila La Concha… ¡aparece el sol! Lo hace de forma súbita y deslumbrante. En un minuto el día ha pasado de una pre-tiniebla a la más intensa luminosidad. Qué pena no haber traído las gafas de sol en lugar del paraguas que arrastra durante toda la mañana.

Hay un montón de niños bañándose y gente esparcida por la playa. Alcanza el escaparate de una librería y se queda un rato estudiándolo. Le gusta la mezcolanza: libros de guerra, libros turísticos, libros de arte, libros en oferta, novedades y miniaturas baratas (de coches y de relojes). Se recuerda que debe venir un día a visitarla.

Luego se mete en la megalibrería con escaleras automáticas, se da una vuelta y, aunque no pensaba comprar nada (salvo los diarios finales de Jünger, que no los encuentra), sale con tres libros: el Lucien Freud de la editorial Taschen y dos obras de su admirado Jules Renard: los Diarios e Historias naturales. Este último con ilustraciones de Toulouse-Lautrec.

Los Diarios, naturalmente, son un resumen. En contra de lo que se dice en la introducción no es la primera vez que se ofrece al lector español fragmentos de esta obra. Espasa-Calpe publicó una edición en 1952, muy ajustada en su traducción, por cierto, a la arrebatadora concisión estilística de Renard.

Se arranca de la megalibrería y, según el plan previsto para la jornada, se acerca hasta la biblioteca para retirar tres libros en préstamo. Hace mucho calor en esta biblioteca. Los libros deben ser calóricos, lo que tiene su utilidad en invierno, pero resulta incómodo el resto del año. Se hace con los tres ejemplares -que ya había seleccionado a primera hora de la mañana- y regresa a la calle para tomar el fresco.

Los minutos que restan hasta la salida del tren los pasa en la placita soleada que hay frente a la estación, metido bajo una enredadera que le proporciona algo de sombra. Lástima de sombrero. Podría abrir el paraguas, pero tampoco quiere dar el cante, que en esta ciudad balneario (como la llama Echenoz en su novela) son muy mirados. Contempla a unos gorriones que descienden a curiosear y a un grupo de cuatro vagabundos ociosos, uno de ellos tumbado, que matan las horas descansando en un banco corrido de piedra. Tal vez no sean vagabundos sino inmigrantes o parados con pocas esperanzas. En cualquier caso, marginados, sucios, desdeñosos, puede que borrachos.

A su lado se sienta una mujer bajita -no le llegan los pies al suelo- que se pone a rellenar un crucigrama. Hay una calma extraña en el principio de la tarde. Se han abierto claros en el cielo. Las nubes pasan deprisa empujadas por el viento.

Ilustraciones: Lucien Freud.

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