viernes, 30 de enero de 2009

El masaje tai


La masajista se aplica sobre mi cuerpo a todas luces entumecido. Parece como si sus dedos quisieran traspasar mis músculos. Como es natural -para eso he venido- me dejo hacer, pero, de vez en cuando, considero mi deber proferir algún quejido, algún suspiro entrecortado, algún abandono gutural. Ella no dice nada, entre otras razones, porque apenas sabe una palabra de español. Hacia la mitad de la sesión me percato de que carece de sentido proferir gemido alguno por pequeño que sea y, de la misma forma que me abandono al placer del masaje, decido clausurar cualquier manifestación de dolor o molestia por mi parte. Ella continúa la labor utilizando sus manos, pies, codos, rodillas, brazos. No se trata de un mero masaje manual. Trabaja con ligereza y precisión. Aún así, el esfuerzo que desarrolla es considerable. Por momentos mi silencio parece llamarle la atención y, tras un gesto enérgico sobre mi anatomía, pregunta: ¿duele? Mi respuesta, un no ondulante, casi cantado, le provoca una carcajada fresca, espontánea, deliciosa.
Vivimos instalados en la cultura de la queja. Consideramos que manifestar nuestro malestar es casi una obligación, aunque sepamos, sobradamente, que no sirve para nada. Voy a aprender, de una vez por todas, esta lección, me digo. Y entonces el placer y el dolor se confunden, dejo de esperar el momento en que sus dedos aprieten una zona sensible y, cuando lo hacen, la sensación de molestia se encadena, de forma natural, con la de placer. A partir de ese momento mi abandono es total. Siento como si me traspasara su considerable energía, todo su esfuerzo me provoca agradecimiento. Sé que lo que ella da no tiene precio, no puede evaluarse.
Queda para el final el masaje de manos, momento ideal para seguir callado, sorprenderse y disfrutar.

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