miércoles, 30 de marzo de 2016

El sendero de Encío en los Montes Obarenes


Según me acerco a Pancorbo por la nacional 1 el cielo se va achicando  y una densa capa de nubes cubre las cimas cada vez más próximas de los Montes Obarenes. Empieza a lloviznar. Es media mañana y empiezo a temer por mi excursión de hoy. No tanto por la lluvia como por la niebla. Sin embargo, cuando llego al lugar en que comienza la ruta, en Encío, la visibilidad es suficiente y el sirimiri concede una tregua.

Lo primero que hago es trepar por una cuesta para acercarme hasta la iglesia de San Cosme y San Damián, románica y en estado ruinoso amén de saqueada. Bajo la espadaña hay un cartel en el que se informa que la Junta de Castilla y León ha dedicado setenta y tanto mil euros para restaurarla. No hay rastro alguno de restauración, como no sea una puerta metálica que cierra la entrada y que ya ha sido debidamente violentada. Se habla también en el panel de unas pinturas y murales de los que imagino ya no quedará rastro alguno.

Iglesia de san Cosme y san Damián
Junto al templo hay otras ruinas que se corresponden con antiguas viviendas de Encío, que fueron abandonadas entre el XIX y el XX. En fin, un espectáculo poco alentador pero que es necesario contemplar para saber por dónde se mueve uno.

Por el contrario, en el mismo camino hay una ermita, la de Santa María. Un cartel en la fachada nos informa que el paso está prohibido, por tratarse de una propiedad privada, como también nos recuerda la cerca que delimita la propiedad.  Quién sabe, privatizar estas iglesias ruinosas quizá sería la mejor solución, pero claro, si luego nadie puede ni siquiera contemplarlas.  A esta, por ejemplo, se la ve muy aseada.

Ermita de santa María, hoy propiedad privada

Visto lo cual enfilo la pista que se dirige hacia un desfiladero que recorre un bosque de encinas. Es un camino de tierra, amplio y cómodo, que aún me depara alguna sorpresa, como media docena de ciclistas que vienen lanzados cuesta abajo. Menos mal que les he oído llegar y me ha dado tiempo a echarme a un lado y verlos pasar, como en el Tour de Francia.

Un poco más adelante el encuentro es más agradable y sosegado. Se trata de un grupo de caballistas, envueltos en capas pluviales, porque la llovizna ha vuelto. Yo he sacado el paraguas y ya apenas lo volveré a cerrar en el resto del paseo.

El camino se abre paso entre montañas 

La lluvia es una especie de destilación que parece emanar de la masa vegetal que me acompaña. Cada rato me viene a la cabeza los versos de Machado: “encinas, pardas encinas/humildad y fortaleza”. Y siempre oscuras, en efecto, las encinas castellanas.

Soledad animada la de hoy, porque con la primavera el bosque ha perdido ese silencio un poco inquietante del invierno. Los pájaros se han echado a cantar y a piar. Aquí y allá ponen notas discretas que no dejan de hacer compañía. Ya he desistido de intentar verlos entre el ramaje, me limito a escucharlos.

En los bordes del camino tenemos ya también florecillas silvestres -amarillas, moradas, celestes- y brillantes por la lluvia. Por estos caminos solitarios cualquier cosa despierta la curiosidad del caminante. Las ruinas, por ejemplo, las cercas, los árboles caídos, los carteles herrumbrosos, las señales que nos guían, los paneles informativos, los abrevaderos.

 Cueva en el antiguo eremitorio de san Mamés

Ahora, cuando el bosque se despeja, aparece un merendero, con sus mesas de piedra. Y poco más allá, un desvío hacia las ruinas de San Mamés, que deben ser muy antiguas, hacia el siglo IX nada menos. Y uno se va para allá, aún sabiendo que apenas verá otra cosa que cuatro piedras y, en esta ocasión, ni eso.

Pero como he leído en el cartel que la zona era un antiguo eremitorio, con sus tumbas antropomórficas, con eso la imaginación ya tiene para entretenerse un rato. Cómo sería aquella época en que alguna gente se tiraba al monte, lejos de cualquier pueblo, para llevar un vida de retiro y oración, metidos en cuevas y comiendo ni se sabe qué. ¿De dónde venimos? Qué creído nos lo tenemos últimamente.

 Dos tumbas antropomórficas

El camino ahora es un senda empinada, totalmente cubierta de hojarasca, la que ha caído del hayedo que me rodea. Si que amaban el aislamiento aquellas gentes. Y cuando uno cree que está alcanzando su objetivo, todo alrededor empieza a enmarañarse y los pasos se complican. Con esfuerzo y empecinamiento llego hasta las tumbas antropomórficas. Hay por lo menos media docena. Alcanzo también una cueva, donde apenas podría cobijarse una persona, y ya no veo más, pese a las vueltas que doy.

Cuando me canso doy la vuelta y retorno al camino. Acabo de sobrepasar el punto más elevado del recorrido así que, a partir de ahora, todo va, más o menos, cuesta abajo. Eso siempre reconforta, al menos a mí.

 Ruinas del caserío de los Puercos

Ahora sigo por un camino ancho, con mucho roble quejigo, y bifurcaciones y bastante barro acumulado en algunos puntos. He descubierto una nueva modalidad de puerta campestre y, hasta que averiguo cómo funciona, tengo que contorsionarme para franquearla y, en una ocasión paso la alambrada mediante el socorrido recurso del cuerpo a tierra. Finalmente descubro que las dos barras verticales del centro se puede mover hacia los lados.

El camino pasa al lado de unas ruinas a las que llaman el caserío de los Puercos. Debe tratarse de alguna antigua granja, rodeada de muros de piedra, y de alguna importancia, a juzgar por su tamaño. En una de las esquinas se alzan un par de robles soberbios. Como no es cuestión de rebuscar entre piedras hago un par de fotos y sigo adelante. El camino que baja se estrecha y se vuelve pedregoso. Hay tramos amarillentos que tienen aspecto blando y arenoso.

Tierras blandas y arenosas

Cuando llego al coche prosigue la lluvia. Me instalo, pongo algo de música y doy cuenta de la ensalada que me he preparado regada por un rioja que tenía escondido en casa y del que me he traído una muestra.

El programa del día continúa con la visita a un pueblo distante ocho kilómetros: Santa Gadea del Cid.

(Continuará)