Retrato de Azorín por Ignacio de Zuloaga
Azorin, Un pueblecito (Riofrío de Avila).
Espasa-Calpe, 1946
La consideraba como una de las mejores obras de José Martínez Ruiz,
pero confieso que esta relectura ha dejado un poquito mermado mi fervor.
El artificio es claro: Azorín va a la feria de los libros
madrileña y encuentra Sentimientos
patrióticos…, publicado en 1791 por D. Jacinto Bejarano Galavis y Nidos,
cura párroco de San Martín en la villa abulense de Arévalo. D. Jacinto es un hombre
culto que, por razones desconocidas ha sido destinado/exiliado a Riofrío de
Avila, situado, “en un barranco”, a dos leguas y media de la capital.
D. Jacinto, nos explica Azorín, es un pequeño Montaige. A
Azorín, como es sabido, los filósofos le gustan en pequeño formato.
El libro nos explica las ideas de su héroe. Empieza con las
mulas, sigue con los toros y luego pasa a otra cosa. Esa otra cosa es el
estilo.
Las mulas no le convencen (a diferencia de los bueyes, que
hacen un surco profundo en la tierra; las mulas lo hacen superficial). La nota
erudita, tan apreciada por Azorín, la pone aquí Fermín Caballero (1800-1876),
geógrafo, escritor, periodista y político liberal español, que también tiene
algo que decir sobre las mulas.
Para hablar de los toros Azorín coge de los pelos a Merimée y
a Estevánez Calderón (1799-1867), escritor costumbrista, flamencólogo, poeta,
crítico taurino, historiador, arabista y también político. Ya se ve que en la
época lo de escritor y político iban casi de la mano, aunque no sé en
detrimentos de cuál de las dos profesiones. Probablemente de las dos.
Azorín/Bejarano abomina de los toros: “brutalidad y
barbarie”. Sin embargo, un párrafo después considera que “la energía y la
aspereza españolas pueden ser el matiz de una civilización intensa y original.”
No hay que deprimirse.
Llegamos al meollo del libro, a la teoría del estilo. En este
tema Azorín y Bejarano se identifican, aunque luego ninguno de los dos cumplen
sus propios requisitos. Suele pasar: una cosa es predicar y otra dar trigo.
La claridad, dicen nuestros escritores, es la primera
cualidad del estilo. Lo sencillo es lo artístico. Abogan por el estilo “simple”.
Todo debe ser sacrificado a la claridad. “Más vale ser censurado por un
gramático que no ser entendido.”
¿Y cuál es la fórmula de la sencillez? Fácil: “colocad una
cosa después de la otra.” En resumen: “estilo oscuro, pensamiento oscuro.”
Todo esto es un poco ambiguo. En el caso de Azorín, por
ejemplo, la sencillez no excluye el uso de palabras en desuso, cuando no
rebuscadas (en viejos diccionarios) lo que, ciertamente, no favorece la
claridad.
¿Poner una cosa detrás de otra? Véase el capítulo “Respuesta
de Bejarano”, donde el marginado cura se desvía una y otra vez de las
características de Riofrío de Avila que le han solicitado para un catálogo
geográfico.
En el capítulo quinto Azorín vuelve sobre uno de sus temas
favorito (y algo extenuantes): las estaciones del año. Lo hace con brevedad,
eso sí.
El siguiente turno, en este conglomerado de notas con el que
Martínez Ruiz acostumbra a organizar/desorganizar sus libros, corresponde a los
pastores y los labradores, un tema al parecer muy debatido en las crudas noches
invernales de Riofrío a finales del XVIII. La conclusión que saca el lector es
que ambos gremios se envidian unos a otros y ambos lo pasan mal. Pobreza
obliga.
Pasamos a otro tema: la geografía. Otro asunto muy
azoriniano. Empieza de una forma contundente: “España es un país donde nadie
sabe geografía”. Sin embargo, nos advierte, qué importante es la geografía. Si
será importante que es “la base del patriotismo.” “Sintamos nuestro paisaje –nos
ruega el maestro de Monovar-; infiltremos nuestro espíritu en el paisaje.” Precisamente,
para que sepamos un poco más de geografía ha escrito este libro.
Y ya vamos terminando, con una larga descripción
sociogeográfica de Riofrío, el pueblecito en cuestión. Pero antes, una pequeña
disquisición sobre la ironía, porque nuestro Bejarano es un irónico. “La ironía
–nos regala el cura- es afirmar con una risita picaresca lo que interiormente
se tiene por un desatino.” Pero hay que hacerlo de una forma leve y pícara,
porque “sonreir de todo es falta de hondura y de comprensión.” Como hace el
moderno Juan Valera -denuncia Azorín-, haciendo mucho daño por cierto, “porque
tomaba a broma muchas cosas serias” y eso, claro, está mal. Aquí Azorín ya se
pone serio: “huyamos de la superficialidad y del sarcasmo lamentable de Valera.”
En la despedida, con su correspondiente epílogo, nos advierte
Azorín sobre la lectura, “pues, como ya dijo Montaigne, la lectura entristece.”
Sólo que leer no es optativo. ¿Qué va a hacer uno si no lee? El pobre Galavis
cree que las montañas abulenses son su prisión, pero está muy equivocado: “la
prisión es nuestra inteligencia, son los libros. Cuando salgas de aquí… serás
prisionero de los libros que tú amas tanto. De los libros somos prisioneros
todos nosotros.”
¿Ha merecido la pena hacer este viaje en el tiempo y en el
espacio hasta ese pueblecito gélido? se pregunta el autor. La respuesta es toda
una filosofía, pequeña probablemente: “Hay un momento en la vida en que descubrimos
que la imagen de la realidad es mejor que la realidad misma.”
Este año se cumple el centenario de la publicación de este libro. El autor tenía 43 años.