miércoles, 12 de octubre de 2016

Por la senda del Jaizkibel con vistas sobre el acéano



Este sábado he vuelto al Jaizkibel, en concreto a su fachada oeste, la que da al mar.

Hay una ruta que conecta el faro de Hondarribia con la localidad de Pasajes de San Juan. Tiene una distancia de poco más de veinte kilómetros.  Hoy he andado cuatro o cinco.

En esta ocasión he dejado el coche a medio camino entre la ermita de Guadalupe y el alto del Jaizkibel. Tras descender suavemente durante medio kilómetro he llegado al cruce que empalma con la senda litoral.

La mañana ha salido fresquita, como corresponde al otoño. Nubes altas esparcidas en capas finas, grandes claros y una luminosidad tamizada muy agradable.

El principal encanto del monte Jaizkibel son las vistas. La inmensidad del océano, perfilado por la caprichosa y sugerente orografía de la costa y los acantilados.

Camino a media ladera, pero si descendiera unos metros, hasta el borde de la tierra,  el espectáculo incrementaría su plasticidad. Víctor Hugo durante los meses que pasó en la comarca, asentado en Pasajes de San Juan, disfrutó mucho de estos acantilados.


Predomina la piedra arenisca, que, como su nombre indica, es blanda y muy maleable. Tanto la erosión marítima, como la eólica y la pluvial, han cincelado las rocas con formas sugerentes, caprichosas y sensuales.

El mar tiene una tonalidad azul con el horizonte difuminado por la neblina. Hay tramos en los que el cielo y el agua parecen confundirse. Se ven tres o cuatro cargueros que permanecen inmóviles (o eso parece), a la espera de poder acceder por la estrecha bocana del puerto de Pasajes.

Los pequeños veleros, tan habituales durante el verano, casi han desaparecido, lo mismo que las chalupas de pesca al por menor.

Tras un camino ancho, la ruta se estrecha en un giro y comienza una de esas largas ascensiones 
que, poco a poco, le van pasando factura a las piernas. Se atraviesa un pinar, sembrado de helechos que ya han enrojecido por efecto del otoño. De vez en cuando, un raso en el que descansar.

La costa guipuzcoana

No falta el agua, siempre presente en el Jaizkibel: arroyos que se precipitan hasta el mar y que forman estrechos valles que es preciso sortear, lo que no siempre resulta fácil.

En algunos tramos aparecen puentes de madera, que a veces son peldaños de escalera y otras tablones horizontales. Se agradece el trabajo de haberlos instalado pues, de lo contrario, la maleza hubiera taponado el camino o la fuerza de un arroyo lo hubiera vuelto impracticable.

Desde uno de los rasos se puede contemplar el panorama de la costa vasca. El acceso a la bahía de Pasajes aparece con claridad. Más allá, los perfiles montañosos quedan sólo insinuados por efecto de la niebla. Es una orografía complicada la de la costa guipuzcoana, con las montañas litorales y los vallecitos invisibles en la distancia.

Al principio del paseo he escuchado el canto de los pájaros y también, ay, los para mí desagradables e inquietantes disparos de los cazadores. Otra paradoja más con la que hay que convivir o, más bien, sobrellevar.

Cuando las escopetas suenan próximas a uno no le queda otra que encomendarse a quien pueda e intentar alejarse lo antes posibles. En fin, que a estas alturas haya gente que sale a la naturaleza con escopetas para matar pájaros es algo que se escapa a mi capacidad de raciocinio. Pero es lo que hay.


Antes de concluir con la carretera, a mano derecha, aparece el peñasco Tximistarri (425 m). Una vez en el asfalto comienzo el descenso. Me detengo un rato en el alto del Jaizkibel. Es un lugar muy frecuentado. Las vistas sobre el otro lado, presididas por la desembocadura del río Bidasoa, son memorables. Una pareja de recién casados ha subido hasta aquí para hacerse fotos.

Hay muchos caballos. Los caballos, siempre apacibles, transmiten paz. Descanso un rato y continúo el descenso. Como la carretera es muy sinuosa algunos motoristas aprovechan para jugar a las carreras. No se les puede dejar solos.