viernes, 7 de octubre de 2016

Vida y enfermedad en el testamento literario de Henning Mankell


 Mankell vivió en Africa y se interesó por el continente

He puesto empeño en terminar la lectura de este libro. Si en lugar de haberlo comprado lo hubiera obtenido prestado en la biblioteca es probable que no lo hubiera concluido. Pero esto es una opinión particular. Es probable que a muchos lectores les puede interesar, porque flota en él esa ideología buenista que predomina en nuestros días cuyo origen hay que buscarlo, seguramente, en Rousseau y su convicción en la bondad natural del hombre.

Yo esperaba otra cosa, pero mi espera carecía de fundamento, porque Mankell nunca ha ocultado su forma de pensar.

Arenas movedizas es la última obra de este escritor sueco. La escribió tras conocer la noticia de que padecía un cáncer con metástasis. Inicia un tratamiento con quimioterapia. Tiene esperanza en superar la enfermedad. Pero no lo conseguirá durante demasiado tiempo.

La enfermedad, sin embargo, ocupa un lugar secundario en estas páginas. En su lugar hay un relato de recuerdos de su vida, de aquellos recuerdos que, por una razón u otra, le vienen a la cabeza en estos momentos en que lucha por su supervivencia.

Estos recuerdos son muy variados y comprenden diferentes periodos de su existencia. Bastantes de ellos se relacionan con su infancia.

El libro se estructura en 67 escenas o narraciones de tres o cuatro páginas cada una, algunas menos. Como apuntes autobiográficos son interesantes.

La vida de este escritor, por lo que cuenta en este libro, ha sido intensa, inquieta, viajera, creativa,  laboriosa. Las cosas que nos cuenta son importantes, tanto para él como para el conjunto de la humanidad. Habla, por ejemplo, de la esclavitud moderna, de los residuos nucleares (éste es el estribillo principal del libro, además de la enfermedad), del cambio climático, de las dictaduras, de las injusticias, del hambre, de la pobreza, de la miseria. Todo lo que se relata aquí es interesante y, sobra decirlo, está bien escrito, con claridad, concisión, sin palabras superfluas, en su estilo que a mí tanto me gusta.

Y, sin embargo, tengo la sensación de que falta algo, de que está callando cosas importantes, de que habla de sí mismo, pero se queda en la superficie. Por ejemplo, no habla de sus hijos. ¿Los tuvo? ¿No los tuvo? ¿Fueron importantes para él? ¿No lo fueron? ¿Y el amor? ¿Cuál era su opinión respecto al amor?

Mankell confiesa que no es creyente, que nunca lo ha sido, ni siquiera de niño. Para él toda la vida se fundamenta en la alegría de vivir. Nos dice que “sin la alegría de vivir, sin el ansia de vivir, no hay seres humanos”. Hoy, dice, sabemos mucho sobre este tema y lo que sabemos es que la alegría de vivir se fundamenta en “procesos químicos”. No digo que no tenga razón pero a mí esto me deja desconcertado.

Mankell no cree en el mal, no cree en la maldad de los seres humanos. Es más, cree que la barbarie “es algo inhumano”. Sin embargo, en mi opinión, la barbarie es lo más humano que hay. Son los animales los que no tienen acceso a la barbarie. Porque la barbarie implica consciencia y eso es algo exclusivo de los humanos. La maldad humana, según Mankell, sería fruto de las circunstancias. Con estos fundamentos filosóficos, tan en boga en la actualidad, el resto de la ideología que traslucen estas páginas tiene su coherencia, pero a mi me resulta insuficiente y, en el fondo, acomodaticia.
Un acto violento, un asesinato, es maldad, ciertamente, pero no siempre. Se puede matar por estupidez, por algo sin valor. Pero la maldad, en mi opinión, sí existe y es algo que se debe tener en cuanta y que resulta determinante. La maldad es la voluntad de dañar al otro, por las razones que sean, de regodearte en el daño causado. El objetivo del mal es hacer daño. Las causas pueden ser muy variadas: odio, resentimiento, envidia, venganza, orgullo, celos, vanidad, ansia de poder… El mal existe y negarlo marca para mí la diferencia entre los escritores.

He leído este libro manteniendo un continuo y agotador debate con el autor. Por descontado, no se puede estar en desacuerdo con la gran cantidad de asuntos que se denuncian aquí, algunos estremecedores, como los niños abandonados en Africa, o los niños soldados o cualquier otro de similares características. Pero todo esto ya lo tenemos al alcance de la mano cada día. Basta con poner la televisión a la hora de los telediarios.

Otro de los temas que me han sorprendido es el de su madre. Casi al final del libro nos revela que no conoció a su madre hasta los 15 años. Ella “hizo lo que suelen hacer los hombres: se largó”. “Dio a luz a cuatro hijos pero, en realidad, no creo que tuviera instinto maternal. Era demasiado inquieta, le faltaba paciencia, siempre quería estar en otro sitio… Me reconozco en bastantes de esos rasgos.”

Se vieron por primera vez en un restaurante de Estocolmo. “Nos hicimos amigos, aunque sin intimar demasiado, durante los diez años siguientes, hasta su muerte.”

Esta frialdad, por parte de ambos, me resulta extraña, me desconcierta. Paul Léautaud , por ejemplo, hizo parte de su literatura a cuenta del abandono que sufrió de niño por parte de su madre. Mankell apenas le dedica una página. Pero, por descontado, no se puede esperar que todo el mundo reaccione de la misma forma.


Creo que la verdadera maestría de Henning Mankell estaba en la novela.


Henning Mankell, Arenas movedizas, Tusquets editores, 2015. Traducción de Carmen Montes Cano.