Mankell vivió en Africa y se interesó por el continente
He
puesto empeño en terminar la lectura de este libro. Si en lugar de haberlo
comprado lo hubiera obtenido prestado en la biblioteca es probable que no lo hubiera
concluido. Pero esto es una opinión particular. Es probable que a muchos lectores
les puede interesar, porque flota en él esa ideología buenista que predomina en nuestros días cuyo origen hay que
buscarlo, seguramente, en Rousseau y su convicción en la bondad natural del
hombre.
Yo
esperaba otra cosa, pero mi espera carecía de fundamento, porque Mankell nunca
ha ocultado su forma de pensar.
Arenas
movedizas
es la última obra de este escritor sueco. La escribió tras conocer la noticia
de que padecía un cáncer con metástasis. Inicia un tratamiento con
quimioterapia. Tiene esperanza en superar la enfermedad. Pero no lo conseguirá durante
demasiado tiempo.
La
enfermedad, sin embargo, ocupa un lugar secundario en estas páginas. En su
lugar hay un relato de recuerdos de su vida, de aquellos recuerdos que, por una
razón u otra, le vienen a la cabeza en estos momentos en que lucha por su
supervivencia.
Estos
recuerdos son muy variados y comprenden diferentes periodos de su existencia.
Bastantes de ellos se relacionan con su infancia.
El
libro se estructura en 67 escenas o narraciones de tres o cuatro páginas cada
una, algunas menos. Como apuntes autobiográficos son interesantes.
La
vida de este escritor, por lo que cuenta en este libro, ha sido intensa,
inquieta, viajera, creativa, laboriosa.
Las cosas que nos cuenta son importantes, tanto para él como para el conjunto
de la humanidad. Habla, por ejemplo, de la esclavitud moderna, de los residuos
nucleares (éste es el estribillo principal del libro, además de la enfermedad),
del cambio climático, de las dictaduras, de las injusticias, del hambre, de la
pobreza, de la miseria. Todo lo que se relata aquí es interesante y, sobra
decirlo, está bien escrito, con claridad, concisión, sin palabras superfluas,
en su estilo que a mí tanto me gusta.
Y,
sin embargo, tengo la sensación de que falta algo, de que está callando cosas importantes,
de que habla de sí mismo, pero se queda en la superficie. Por ejemplo, no habla
de sus hijos. ¿Los tuvo? ¿No los tuvo? ¿Fueron importantes para él? ¿No lo
fueron? ¿Y el amor? ¿Cuál era su opinión respecto al amor?
Mankell
confiesa que no es creyente, que nunca lo ha sido, ni siquiera de niño. Para él
toda la vida se fundamenta en la alegría de vivir. Nos dice que “sin la alegría
de vivir, sin el ansia de vivir, no hay seres humanos”. Hoy, dice, sabemos
mucho sobre este tema y lo que sabemos es que la alegría de vivir se fundamenta
en “procesos químicos”. No digo que no tenga razón pero a mí esto me deja
desconcertado.
Mankell
no cree en el mal, no cree en la maldad de los seres humanos. Es más, cree que
la barbarie “es algo inhumano”. Sin embargo, en mi opinión, la barbarie es lo
más humano que hay. Son los animales los que no tienen acceso a la barbarie.
Porque la barbarie implica consciencia y eso es algo exclusivo de los humanos. La
maldad humana, según Mankell, sería fruto de las circunstancias. Con estos
fundamentos filosóficos, tan en boga en la actualidad, el resto de la ideología
que traslucen estas páginas tiene su coherencia, pero a mi me resulta
insuficiente y, en el fondo, acomodaticia.
Un
acto violento, un asesinato, es maldad, ciertamente, pero no siempre. Se puede
matar por estupidez, por algo sin valor. Pero la maldad, en mi opinión, sí
existe y es algo que se debe tener en cuanta y que resulta determinante. La maldad
es la voluntad de dañar al otro, por las razones que sean, de regodearte en el
daño causado. El objetivo del mal es hacer daño. Las causas pueden ser muy
variadas: odio, resentimiento, envidia, venganza, orgullo, celos, vanidad,
ansia de poder… El mal existe y negarlo marca para mí la diferencia entre los
escritores.
He
leído este libro manteniendo un continuo y agotador debate con el autor. Por
descontado, no se puede estar en desacuerdo con la gran cantidad de asuntos que
se denuncian aquí, algunos estremecedores, como los niños abandonados en
Africa, o los niños soldados o cualquier otro de similares características.
Pero todo esto ya lo tenemos al alcance de la mano cada día. Basta con poner la
televisión a la hora de los telediarios.
Otro
de los temas que me han sorprendido es el de su madre. Casi al final del libro
nos revela que no conoció a su madre hasta los 15 años. Ella “hizo lo que
suelen hacer los hombres: se largó”. “Dio a luz a cuatro hijos pero, en
realidad, no creo que tuviera instinto maternal. Era demasiado inquieta, le
faltaba paciencia, siempre quería estar en otro sitio… Me reconozco en
bastantes de esos rasgos.”
Se
vieron por primera vez en un restaurante de Estocolmo. “Nos hicimos amigos,
aunque sin intimar demasiado, durante los diez años siguientes, hasta su
muerte.”
Esta
frialdad, por parte de ambos, me resulta extraña, me desconcierta. Paul Léautaud
, por ejemplo, hizo parte de su literatura a cuenta del abandono que sufrió de
niño por parte de su madre. Mankell apenas le dedica una página. Pero, por
descontado, no se puede esperar que todo el mundo reaccione de la misma forma.
Creo
que la verdadera maestría de Henning Mankell estaba en la novela.
Henning Mankell, Arenas movedizas, Tusquets editores, 2015. Traducción de Carmen Montes Cano.