martes, 29 de noviembre de 2016

El castillo de Sotopalacios y Vivar del Cid

El castillo-palacio de Los Adelantados

De vuelta a Burgos, tras visitar el desfiladero del Rucios, me detengo en Sotopalacios para ver su famoso castillo. Pero antes paso por la oficina de turismo, donde obtengo abundante información sobre la merindad del Río Ubierna, que comprende a 21 localidades. Me llama la atención el esmero de las publicaciones que se distribuyen, con interesantes rutas para los aficionados al senderismo y a la geografía cultural, como es mi caso.

Sotopalacios, Iglesia de Nuestra Señora del Acorro

Sotopalacios, capital de la merindad, se vertebra en torno a una larga calle. Al final de la misma se encuentra el rollo de justicia y la iglesia de Nuestra Señora de Acorro (del latín acurrere, socorrer), de estilo romanista, es decir, primer renacimiento, levantada en el siglo XVI.



El rollo de justicia está formado por varios bloques de sillería en forma de columna que se asientan en un pedestal de cinco escalones circulares.


A través de un puentecillo de un solo ojo se accede al camino que conduce hasta el castillo. Sin duda es un edificio espectacular, asentado sobre una finca llana, protegida por un murete. El original databa de los siglos X y XI. La tradición  indica que el solar pertenecía a Diego Laínez, padre del Cid. Menéndez Pidal, según nos recuerda una placa, asegura que “a las orillas del Ubierna, junto a estos molinos y por estos trigales, corrió la infancia de Rodrigo…”

Pero los datos históricos dicen que el castillo, de estilo renacentista, fue reedificado, durante la segunda mitad del XIV, por los Manrique, Adelantados de Castilla. Los sucesivos propietarios, todos nobles de alta alcurnia, también fueron Adelantados, por lo que al castillo se le denomina con el mismo título: Castillo de los Adelantados. El adelantado era un muy alto dignatario, una suerte de brazo derecho del rey.


El magnífico castillo que vemos hoy -de planta cuadrada, con tres torreones en las esquinas-, ha sido restaurado por su actual propietario. Para más información sobre este edificio (o sobre cualquier otro de los existentes a lo largo y ancho de España), remito a un blog extraordinario, Castillos del Olvido.

Iglesia de San Martín de Tours, renacentista

Cae la tarde. Desde la distancia contemplo los chopos, ya casi desnudos, que flanquean el castillo. Sigo por el camino, que forma parte de la ruta de los molinos, y termino junto a la iglesia de San Martín de Tours, cuyo patrón se conmemoró el día anterior a mi visita. Es renacentista del XVI. La fachada ostenta el escudo de la familia Díez Ortega y su interior cobija la capilla y los sepulcros de esta familia. Cabe citar que el retablo es de piedra policromada.

Muy próximo está el palacio de la misma familia, los Díez Ortega, también renacentista, con un curioso y elegante balcón en esquina.



Como llevo todo el día trajinando estoy bastante cansado, pero no me resisto a asomarme a Vivar del Cid, que me coge de camino. La tradición, esta vez recogida en el Cantar, atribuye a Vivar el ser la cuna del Campeador. Lo que constato es que, en lo relacionado con el Cid, la épica literaria tiene más peso en el imaginario colectivo que la histórica.



Iglesia de Vivar


Convento de Nuestra Señora del Espino

Tras contemplar la iglesia me acerco hasta el convento de Nuestra Señora del Espino, donde se custodió el manuscrito del Cantar del Cid.


Sólo existe un ejemplar del manuscrito del Cantar. En el siglo XVI se guardaba en el archivo del Concejo de Vivar. Luego pasó al convento de las monjas, que lo custodiaron durante bastantes años, hasta 1779, cuando un secretario del Consejo de Estado lo sacó de allí para su publicación. A partir de esta fecha ha pasado por muchas manos, mediante compras y herencias, hasta que en 1960 lo adquirió la Fundación Juan March que, en unos pocos días, lo cedió al Estado para su depósito en la Biblioteca Nacional. La historia completa del Cantar del Mío Cid está aquí.




viernes, 25 de noviembre de 2016

Ubierna, San Martín y el desfiladero del Rucios

La iglesia de Ubierna y los soportales de la casa consistorial

La niebla. Hora y media en su compañía. Al principio inquieta. Luego acoge. Se parece a la nieve. Siembra el silencio a su alrededor, pero cansa. Es fría. Obstaculiza al sol que uno adivina ahí detrás.

Esta va a ser mi primera ruta por la merindad del Río Ubierna, situada al norte de Burgos, a escasos kilómetros de la capital.

La ruta que sigo comienza en la localidad de Ubierna y asciende al Monteacedo. 


Ascenso al Monteacedo, el paisaje cubierto por la niebla

Pero la niebla se empeña en quedarse. Casi no hay paisaje, qué pena. El Monteacedo es un encinar mediterráneo, un paisaje franco, despejado, fragante. Da gusto caminar en soledad por este camino de carros. Por momentos parece que se abre un poco, justo unos rayos de sol a la espalda. El tiempo de ver un gamo que se detiene en la linde del bosque. Me mira. Yo también me detengo. Nos miramos y, en cuanto me muevo, da la vuelta y se pierde en la espesura.

La ruta está perfectamente señalizada. Veo unos aerogeneradores, pero enseguida la niebla vuelve a cernirse y desaparecen. Lástima de paisaje. Hay una plantación de pinos escoltando el camino. En una década esto habrá cambiado mucho, si los pinos prosperan. Un cartel advierte que estoy en la necrópolis de Los Pilones. Pero no hay nada a la vista, porque no ha sido excavada. No lejos hay otra, que visitaré en otra ocasión, llamada La Polera.

Me resulta grato caminar por donde ya andaba la gente en la Edad del Hierro. Me produce una sensación de continuidad, pese al tiempo transcurrido y los abismos culturales y tecnológicos.

El camino carretil que llanea por el Monteacedo recorre un bosque de encinas

Lo que tarda en irse la niebla. Ya empieza a fastidiarme. La única ventaja es que me ahorro la visión de los aerogeneradores. Poco a poco el sol se anima. Tras un giro del camino abandono la cumbre, tan agradablemente llana, y empiezo a descender hacia San Martín de Ubierna, donde arranca el desfiladero del río Rucios que voy a visitar.

A mi izquierda, extensos campos de cereal en las suaves laderas. Un tractor rojo se ocupa de remover la tierra. El trabajo que antes hacían veinte o treinta personas durante días ahora lo hace una con un tractor en una mañana. El tractor va y viene, sube y baja, fatiga un campo y se va al de al lado. De vez en cuando se escucha una explosión. Debe ser alguna cantera.

He llegado al Camino del Sombrío que, en estos momentos está casi intransitable por la maleza y las zarzas. Paso un buen rato abriéndome paso malamente con los bastones. Tras muchas dificultades consigo avanzar. Es una pena este tramo porque la ruta es muy bella. En el mapa veo posteriormente que hay una ruta alternativa por el norte, pero ignoro cuál será su estado. Como no lo limpien en pocos meses este camino será intransitable.

El desfiladero del Rucios, un enclave de gran riqueza ecológico que se ha logrado conservar

Cuando llego a San Martín enfilo el camino que conduce al desfiladero del Rucios, un lugar de gran interés ecológico por haberse mantenido al margen de las carreteras que lo circundan. Una vez pasadas las cuevas, que dejo a un lado porque no soy aficionado a estos agujeros, el camino asciende. Arriba en las rocas veo otro corzo. Se mueve con una agilidad envidiable.

El arroyo baja muy seco así que no hay problema alguno en cruzarlo varias veces. En una de las paredes se ve un nido de alguna rapaz. Los murallones rocosos son impresionantes.

La ruta se eleva hasta la parte alta del cañón por un lado y luego alcanza el otro de tal forma que lo contemplamos por ambos lados. La bajada es bastante empinada. Hay que andar con cuidado. En un paso entre dos rocas veo un pequeño reptil que permanece inmóvil. Le hago una foto procurando no molestarlo y continúo.

De vuelta en San Martín me detengo en un parque junto a la iglesia. Como algo sentado en un banco frente a una gran peña gris salpicada por encinas. La peña se me antoja muy japonesa. Dos perros de una finca me detectan, ladran un rato y luego me vigilan en posición de descanso. Una gata preñada que ronda por el lugar pasa corriendo delante de los canes, fuera de su alcance gracias a una verja. Los perros se ponen como locos y la gata, en cuanto los deja un poco atrás, recupera su andar tranquilo.

Otra imagen del desfiladero

En cuanto termino vuelvo al camino porque me estoy quedando helado. El sol de noviembre casi no puede con el aire tan frío. Es el camino antiguo que conecta con Ubierna. Un agradable paseo. Otros dos perros me saludan al pasar y luego, en una cerca, saludo yo a un burro. Poco antes de llegar, en un altozano a la derecha, se divisan las ruinas del antiguo castillo. Poca cosa ya.

Paso junto a la iglesia, una de cuyas fachadas da a la plaza donde se levanta el Ayuntamiento y, en unos pasos, alcanzo el punto de partida. Antes de regresar a Burgos voy a detenerme en Sotopalacios, la capital de la merindad y, si me da tiempo, en Vivar del Cid.

*

El archivo VillanuevaEl Archivo Villanueva fue formado en el primer tercio del siglo XX por Eustasio Villanueva Gutiérrez (Villegas, 1875 - Burgos, 1949) relojero de profesión y gran aficionado a la fotografía.




sábado, 19 de noviembre de 2016

Mañana de otoño en el Baztán hacia el Gorramendi


La carretera que sale del alto de Otxondo hacia el monte Gorramendi ya no es carretera, la han degradado a pista, es decir, está en muy mal estado. Tras unos ocho kilómetros se llega a Intzulegui, un llano donde estuvo instalada la base militar americana que hubo en esta zona entre 1959 y principio de los setenta. Ya no quedan restos. Todo fue dinamitado cuando se fueron los americanos.

En este lugar comienza la ruta que voy a seguir y que me conducirá hasta el monte Gorromakil, donde en los años citados se instalaron dos gigantescas pantallas de radar que eran los ojos y oídos del complejo militar. Tenían un alcance de 555 millas alrededor, cubrían toda la península ibérica y alcanzaban Inglaterra. Fueron los años de la Guerra Fría. Sobre este tema dejo algunos interesantes enlaces más abajo.

Dos bordas

La mañana de otoño ha salido radiante, como casi siempre que salgo a pasear por el campo o la montaña. La causa es bien sencilla: si la previsión metereológica es desapacible me quedo en casa. Es la primera vez que me acerco hasta el Valle del Baztán este otoño. Espero que no sea la última porque el mayor esplendor del valle se alcanza en esta época.

Me dirijo hacia el norte y voy cogiendo altura poco a poco, a través de un hayedo. El bosque está silencioso y tranquilo, el suelo alfombrado de hojas doradas. El haya es un árbol de mucho carácter que no suele tolerar otras especies a su alrededor. De vez en cuando, procedente de las alturas, surgen pequeños hilos de agua que atraviesan el camino y se pierden en los fondos del barranco. Algunos ejemplares caídos y secos se atraviesan y conviven, aunque estén muertos, con los vivos.


El hayedo

Alcanzo una borda en buen estado, también rodeada de hayas, en cuyas inmediaciones ramonean unas cabras. Un poco más allá hay otra caseta. Más adelante aparecen las ruinas de otra borda.

Si me detengo puedo escuchar las discretas piadas de algunas aves pero, en general, el silencio es completo. Ni siquiera el viento se deja oir. La orientación norte y la sombra hace que la temperatura sea baja.

La salida al collado y el final del bosque trae un poco de sol y de calor. Se agradece. También se agradecen, aunque el camino es claro, los hitos de piedras que algunos montañeros levantan al borde de la senda. La soledad aquí arriba es grande. Reconfortan las huellas de otros.

Cumbre del Barda

Como tengo enfrente la cumbre del Akomendi o Barda y parece fácil de alcanzar me animo a subirla. Por el camino encuentro una yegua solitaria que apenas se inmuta a mi paso. En la cima está el buzón y una campana herrumbrosa. Todo alrededor son montañas.

Bajo y acometo el Gorramakil, que es menos fácil. Me lo tomo con calma, qué remedio. Cuando llego a la cima saludo a las ovejas y a los caballos y me siento para comer y tomar el sol. Se está bien aquí, contemplando la sucesión de las montañas pirenaicas. Termino el almuerzo y me quedo un buen rato adormilado al calorcillo del sol.

En la cima del Gorramakil

El tiempo pasa rápido. Cuando me levanto para descender me percato de que ha empezado la tarde. Cuando empieza la tarde la luz cambia. Vaya, me digo, ha llegado la tarde. Ha sido un buen día.

Y, cuando te relajas por lo bien que ha ido la jornada, calculas que en media hora habrás llegado al coche y llegarás a tiempo para cumplir con tus obligaciones familiares, empiezan los problemas.


La ruta que sigo ha enloquecido y me manda por un precipicio asfaltado por piedras que se mueven y zarzales plagados de agujeros. ¡Dios bendito! Para cuando me quiero dar cuenta ya no puedo dar la vuelta. Con lo fácil que hubiera sido seguir la carretera.

Tengo que ir tan despacio y con tanta precaución que necesito dos horas para descender hasta el camino. Y contento si llego ileso, y contento que las piedras no están mojadas. No me puedo creer la pesadilla en que estoy metido…

Llego destrozado. Cuando arranco el vehículo ya es casi de noche. Aún tengo una hora hasta casa. En cuanto llego le pongo unas palabras al autor de la ruta.

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Una mili en la base americana. Por el periodista Mikel Soro, que estuvo allí como soldado. Incluye una interesante foto de la base.

La base americana de Baztán. Por Alicia del Castillo


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miércoles, 16 de noviembre de 2016

Mr. Turner, pintor, todo un carácter


Qué tipo este Josep Mallord William Turner, pintor inglés que vivió entre 1775 y 1851. Qué carácter. Qué pasión la suya. La pintura ante todo. La creación, prioridad absoluta. Así que el hombre, además de extravagante, era un solitario.

Se llevaba mal con la humanidad, en especial con su madre, con su esposa y con sus hijas. Estas últimas, imagino, más por haber caído bajo la influencia de su madre que por otras razones.

El personal, los colegas, se le mofaban en la cara. A él le daba igual. No en vano se adelantó un siglo a los impresionistas. Visionario le dicen ahora a este tipo de personajes.

Sin embargo, todo el amor del mundo para su padre, un barbero. Y para la viuda, propietaria de una pensión al borde del mar, que supo llevarlo con amor y humor, dejándole mucha cuerda suelta.

Y qué horrible hombre que trata a esa pobre criada como una muñeca hinchable en la que descargar su sexualidad de tarado.

El resto del amor para sus dos pasiones: la pintura y la naturaleza, el mar en concreto. El artista que busca en la naturaleza lo que no encuentra en la sociedad. La naturaleza y el arte como refugio ante el aburrimiento de la vida y de la gente.

“El sol es Dios”, dice para despedirse de la vida. Su pintura lo confirma.

Bonita película esta. ¿Un poco demasiado perfecta en la ambientación quizá?

Dos horas y media que se me pasan volando. Pero, claro, no a todo el mundo le interesa la pintura.






miércoles, 9 de noviembre de 2016

De Silos al parque de La Yecla por el Camino del Cid


La iglesia de Peñacova

Si ayer vi un zorro correteando por una chopera hoy he visto a otro atropellado en la calzada, según me acerco a Santo Domingo de Silos. La vida y la muerte. Todo bien entreverado.

La mañana de otoño ha salido soleada. A medida que transcurre asciende el termómetro.  Entretanto, me dirijo hacia la ermita del Buen Camino. A su lado hay una imagen de la Virgen. Desde aquí la vista sobre Santo Domingo de Silos, con la vegetación pintada de calidez otoñal, es muy hermosa.




La ruta discurre por un tramo del Camino del Cid, el comprendido entre Silos y Peñacoba. Dice el Cantar que la mesnada del Cid escuchó misa en Silos y luego se puso a cabalgar. En estos primeros repechos no debieron cabalgar demasiado porque la pendiente es fuerte.

Panorámica de Santo Domingo de Silos, con el monasterio a la izquierda


La ermita del Buen Camino

Esta es la parte más bella de la ruta. Un paisaje montañoso de piedra gris, salpicado de sabinas y enmarcado en el azul del cielo. Tiene una belleza de gran sobriedad.


El Moreco del Santo

Paso por un lugar al que denominan el Moreco del Santo. Resulta ser una acumulación de piedras en forma de círculo, con unos 3 metros de altura y 10 de diámetro. Las piedras, tras ser besadas, han sido depositadas por los peregrinos en homenaje a Santo Domindo, fraile milagrero, cuando sus restos mortales fueron devueltos a su monasterio.

Ocurrió cuando la Francesada. Ante la llegada de la soldadesca napoleónica los monjes pusieron a buen recaudo, en la localidad de Moncalvillo, la urna de plata que contenía los restos del santo. Cuando regresaron a su lugar de origen en solemne cortejo por estas montañas empezó la tradición de las piedras.

Piedra gris y sabinas o enebros

Yo sigo el camino disfrutando del paisaje que, cada vez, es más bello. Por momentos se estrecha sin que en ningún momento llegue a desaparecer. Cuando llego a la base de unas peñas aparece un riachuelo muy desabastecido de agua y, poco más allá, el panorama se ensancha.

Cuando salgo a campo abierto aprovecho para sentarme en unas piedras y descansar. A lo lejos diviso la localidad de Peñacova, que da nombre a todo el entorno, o puede que sea al revés.


El pórtico de la iglesia de Peñacoba


En lo alto de Peñavoca está la iglesia de Santa María del Cerro, que es ecléctica de estilo pero que tiene mucho encanto, con su pequeña torre cuadrada y sus formas armoniosas y cubistas.
Junto a la iglesia está el cementerio en cuya entrada, a izquierda y derecha, hay sendas inscripciones que son un clásico de la literatura religiosa popular. En una dice: “Como te ves yo me vi. Como me ves te verás. Piensa un poco y no pecarás.” A la derecha: “Pronto dirán de vosotros lo que decías de nosotros. ¡Ha muerto!

El desfiladero de La Yecla

Lo que sigue es una larga carretera, afortunadamente con escaso tráfico, que atraviesa un paisaje de pinares y campos. Se hace un poco aburrida pero, al menos, se anda cuesta abajo.
Así hasta el paraje que constituye el parque de La Yecla, donde está el famoso desfiladero. Los buitres se desplazan de lo alto de una peña a la otra como si cruzaran la calle. Dicen que hay unas cien parejas, además de otras rapaces.
El desfiladero puede recorrerse por su parte inferior gracias a una serie de puentes y pasarelas de cemento que lo atraviesan a lo largo de unos 600 metros. Es oscuro, por la estrechez del paso y la altura de las peñas. El arroyo, que a lo largo de millones de años ha conseguido excavar esta garganta, forma pozas y cascadas.




La vuelta a Silos discurre por un camino que corre en paralelo al río Mataviejas.

Ni qué decir que el monasterio de Silos bien merece una visita, siquiera por su claustro románico, que consiguió salvarse de la restauración que sufrieron el resto de las dependencias.

La ruta en Wikiloc

lunes, 7 de noviembre de 2016

Una torre renacentista, otra mudéjar y la finca prohibida de Torrepadierne


La tarde de mi paseo por el Campo de Muñó aprovecho para acercarme hasta la iglesia colegiata de Santa María del Campo, que tiene hechuras de catedral. Fue construida entre los siglos XIII y XVIII. En su fábrica impresiona la torre, de tres cuerpos, obra del burgalés Diego de Siloé, arquitecto y escultor, uno de los primeros artistas del Renacimiento español. Fue completada por el también escultor Juan de Salas.

El edificio alberga también unas tablas de Pedro Berriguete, un púlpito gótico mudéjar y la sillería del coro.

En Santa María del Campo hay una Casa del Cordón, de la que apenas quedan trazos de la fachada. En ella se alojó la desdichada reina Juana I, durante su deambular durante varios meses por Castilla, acompañando el féretro de su marido Felipe el Hermoso. A Juana, hija de los Reyes Católicos, la casaron con el archiduque de Austria a los 16 años. El matrimonio se prolongó durante una década, hasta la muerte de él. Tuvieron seis hijos. El último póstumo.




Por estas fechas y en este trajín, Cisneros recibió el capelo cardenalicio. La ceremonia correspondiente hubo de trasladarse a la vecina Mahamud, por imperativo de la viuda Juana, que velaba el cadáver de su marido en la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora y no tenía el cuerpo para festividades.

Una placa en los jardines, junto al templo, recuerda a esta mujer, poco dada al parecer a las prácticas religiosas, que pasó encerrada buena parte de sus 76 años de vida, primero por su padre, Fernando el Católico, y luego por su hijo, el emperador Carlos.



Ya de vuelta, casi por casualidad, aparezco en Arcos de la Llana, muy próxima a Burgos. Esta es otra de las localidades burgalesas muy relacionadas con el periplo de Juana de Castilla y el cortejo fúnebre de su marido. Aquí es sorprendente la torre mudéjar de la iglesia, tanto por su belleza como por ser un estilo de muy escasa presencia en Castilla.



Esta de la imagen es la finca de Torrepadierne, que también he intentado visitar. Fue señorío en la época feudal. Se trataba de una fortaleza, con todo tipo de elementos defensivos, que albergaba en su interior un palacio y una torre de homenaje. En el siglo XVI, por orden de la Chancillería de Valladolid, fueron derribados todos los elementos defensivos. Aún se conservan la iglesia y la torre. Pero no hay posibilidad de visitarla.

Después de media docena de kilómetros por una carretera infame me tuve que dar la vuelta por donde vine porque dos grandes carteles a ambos lados del acceso advertían: Finca de propiedad particular. Prohibido el paso.

La carretera bordea grandes extensiones de campos de cereal y recorre la falda de una pequeña sierra, pero con tanto bache es difícil recrearse en el paisaje. Conste aquí la advertencia porque hasta ahora yo no la he encontrado en ningún otro lugar consultado.





viernes, 4 de noviembre de 2016

Existencialismo y buenismo en Botas de lluvia suecas, de Henning Mankell


Oleo de Andrew Wyeth

No sé qué obsesión tenía el sueco Henning Mankell con el calzado. La primera obra de esta bilogía (¿) se titulaba Zapatos italianos. La segunda, Botas de lluvia suecas. Se refiere a unas afamadas botas para agua fabricadas en Suecia y que ahora, debido a la globalización, el protagonista, muy a su pesar, no encuentra en su propio país.

Aquí tenemos de nuevo al solitario Fredrik Welin, médico retirado prematuramente, que vive en una isla que recibió en herencia de sus abuelos maternos. Han pasado ocho años desde la novela anterior, cuando  Welin descubre que tiene una hija, Louise, de cuarenta años.

A Welin se le ha quemado la casa en la que vivía. El ha salvado la vida por los pelos pues dormía cuando el incendio. Menudo panorama. El se lo toma con bastante calma. Ya tiene una edad y está muy curtido. Ha perdido todas sus pertenencias, incluidos sus cuadernos de bitácora. No parece echarlas de menos, pese a las incomodidades. Este es uno de los aspectos más atractivos del personaje: su capacidad de sufrimiento, algo que también está muy presente en el otro gran personaje de Manckell, el comisario Wallander.

La novela nos va contando las incidencias que produce el incendio. Fredrik se traslada a la vieja caravana de su hija. Compra ropa, menos las dichosas botas que es necesario encargar. Incluso planta una tienda de campaña en un islote vecino que también es de su propiedad.

Durante las gestiones conoce a una periodista, de la edad de su hija, un tanto misteriosa y atractiva. Pese a la diferencia de edad (o precisamente por ello) a Welin le gusta. Todo esto lo va contando Manckel de forma morosa, con su estilo minucioso, adornándolo con un toque existencialista y ambientándolo en un paisaje nórdico, otoñal, marítimo, frío y ventoso.

Lisa Modin, la periodista, es un personaje atractivo. Además de bella es solitaria, independiente y adornada con un pasado misterioso. El antiguo médico, que es un fisgón, intenta abrir los velos. Lo consigue a duras penas.

Hasta aquí todo discurre agradablemente en la novela y uno disfruta observando la lucha del protagonista para sobrevivir. Pero las cosas se complican porque no hay forma de averiguar las causas del incendio y, además, se producen otros dos incendios de casas antiguas en la zona.

El protagonista rememora mucho. Tampoco tiene gran cosa que hacer en su vida. Rememora, sobre todo, a su padre, que fue camarero, y también a Harriet, la novia abandonada y madre de su hija, que apareció un buen día, casi agonizante, en su isla. “Supe desde el principio que Harriet no era el gran amor de mi vida. Pero me atraía. Intuí enseguida que para Harriet significaba algo más que lo que yo deseaba. Por eso fingí que mi amor era mucho más grande que una necesidad erótica. Todavía hoy puedo sentir dolor por haberla engañado con unos sentimientos que ella creía que yo compartía.”

En este libro se nos cuentan también las relaciones que tiene el protagonista con su hija, otro personaje femenino envuelto en el misterio. Al fin y al cabo, la casa que ha ardido iba a ser para ella. ¿Se decidirán a reconstruirla? Pero la hija es un ser complicado, como no podía ser menos con semejante padre al que no conoce hasta pasados los treinta. No se llevan mal, pero tampoco bien. Es decir, apenas se llevan. El padre ni siquiera sabe a qué se dedica su hija, hasta que un día recibe una llamada suya, pidiéndole ayuda, desde París.

Y a París se va nuestro Welin, una ciudad cargada de recuerdos para él. También para Manckel París es una fuente de recuerdos (véase su autobiográfico Arenas movedizas). Los recuerdos de Welin y los de Manckel coinciden mucho, como suele ocurrir entre los novelistas y sus personajes. Esta parte, ya en la segunda mitad del libro, es la más débil. Welin es un personaje para estar rumiando el mundo en una isla sueca, no para callejear por París tras los pasos de su misteriosa hija. Menos mal que le ayuda en la labor la periodista Modin, lo que ameniza bastante el relato.

En fin, como no debo aportar datos sobre la trama diré que el protagonista termina sus asuntos en París y regresa a su isla. Y entonces, por una serie de coincidencias e intuiciones, descubre quién es el que ha quemado su casa y otras dos más en la comarca.

A mi el final no me gusta. No por la identidad del pirómano, sino porque nos quedamos sin saber cuáles son sus móviles, aunque podamos imaginarlos. Y aún me gusta menos (y esto ya es el inevitable matiz de buenismo tratándose de Henning Mankell) que Fredrik Welin se guarde para sí mismo su nombre y deje a sus convecinos sumidos en la incertidumbre.


Henning Mankell, Botas de lluvia suecas, Ed. Tusquets, 2016. Traducción de Gemma Pecharromán Miguel.