viernes, 4 de noviembre de 2016

Existencialismo y buenismo en Botas de lluvia suecas, de Henning Mankell


Oleo de Andrew Wyeth

No sé qué obsesión tenía el sueco Henning Mankell con el calzado. La primera obra de esta bilogía (¿) se titulaba Zapatos italianos. La segunda, Botas de lluvia suecas. Se refiere a unas afamadas botas para agua fabricadas en Suecia y que ahora, debido a la globalización, el protagonista, muy a su pesar, no encuentra en su propio país.

Aquí tenemos de nuevo al solitario Fredrik Welin, médico retirado prematuramente, que vive en una isla que recibió en herencia de sus abuelos maternos. Han pasado ocho años desde la novela anterior, cuando  Welin descubre que tiene una hija, Louise, de cuarenta años.

A Welin se le ha quemado la casa en la que vivía. El ha salvado la vida por los pelos pues dormía cuando el incendio. Menudo panorama. El se lo toma con bastante calma. Ya tiene una edad y está muy curtido. Ha perdido todas sus pertenencias, incluidos sus cuadernos de bitácora. No parece echarlas de menos, pese a las incomodidades. Este es uno de los aspectos más atractivos del personaje: su capacidad de sufrimiento, algo que también está muy presente en el otro gran personaje de Manckell, el comisario Wallander.

La novela nos va contando las incidencias que produce el incendio. Fredrik se traslada a la vieja caravana de su hija. Compra ropa, menos las dichosas botas que es necesario encargar. Incluso planta una tienda de campaña en un islote vecino que también es de su propiedad.

Durante las gestiones conoce a una periodista, de la edad de su hija, un tanto misteriosa y atractiva. Pese a la diferencia de edad (o precisamente por ello) a Welin le gusta. Todo esto lo va contando Manckel de forma morosa, con su estilo minucioso, adornándolo con un toque existencialista y ambientándolo en un paisaje nórdico, otoñal, marítimo, frío y ventoso.

Lisa Modin, la periodista, es un personaje atractivo. Además de bella es solitaria, independiente y adornada con un pasado misterioso. El antiguo médico, que es un fisgón, intenta abrir los velos. Lo consigue a duras penas.

Hasta aquí todo discurre agradablemente en la novela y uno disfruta observando la lucha del protagonista para sobrevivir. Pero las cosas se complican porque no hay forma de averiguar las causas del incendio y, además, se producen otros dos incendios de casas antiguas en la zona.

El protagonista rememora mucho. Tampoco tiene gran cosa que hacer en su vida. Rememora, sobre todo, a su padre, que fue camarero, y también a Harriet, la novia abandonada y madre de su hija, que apareció un buen día, casi agonizante, en su isla. “Supe desde el principio que Harriet no era el gran amor de mi vida. Pero me atraía. Intuí enseguida que para Harriet significaba algo más que lo que yo deseaba. Por eso fingí que mi amor era mucho más grande que una necesidad erótica. Todavía hoy puedo sentir dolor por haberla engañado con unos sentimientos que ella creía que yo compartía.”

En este libro se nos cuentan también las relaciones que tiene el protagonista con su hija, otro personaje femenino envuelto en el misterio. Al fin y al cabo, la casa que ha ardido iba a ser para ella. ¿Se decidirán a reconstruirla? Pero la hija es un ser complicado, como no podía ser menos con semejante padre al que no conoce hasta pasados los treinta. No se llevan mal, pero tampoco bien. Es decir, apenas se llevan. El padre ni siquiera sabe a qué se dedica su hija, hasta que un día recibe una llamada suya, pidiéndole ayuda, desde París.

Y a París se va nuestro Welin, una ciudad cargada de recuerdos para él. También para Manckel París es una fuente de recuerdos (véase su autobiográfico Arenas movedizas). Los recuerdos de Welin y los de Manckel coinciden mucho, como suele ocurrir entre los novelistas y sus personajes. Esta parte, ya en la segunda mitad del libro, es la más débil. Welin es un personaje para estar rumiando el mundo en una isla sueca, no para callejear por París tras los pasos de su misteriosa hija. Menos mal que le ayuda en la labor la periodista Modin, lo que ameniza bastante el relato.

En fin, como no debo aportar datos sobre la trama diré que el protagonista termina sus asuntos en París y regresa a su isla. Y entonces, por una serie de coincidencias e intuiciones, descubre quién es el que ha quemado su casa y otras dos más en la comarca.

A mi el final no me gusta. No por la identidad del pirómano, sino porque nos quedamos sin saber cuáles son sus móviles, aunque podamos imaginarlos. Y aún me gusta menos (y esto ya es el inevitable matiz de buenismo tratándose de Henning Mankell) que Fredrik Welin se guarde para sí mismo su nombre y deje a sus convecinos sumidos en la incertidumbre.


Henning Mankell, Botas de lluvia suecas, Ed. Tusquets, 2016. Traducción de Gemma Pecharromán Miguel.