martes, 19 de febrero de 2019

Adiós a los tamarices


La hilera de tamarices que bordeaban la playa de Hendaya debía tener más de cien años. Así, al menos, aparecen en las viejas fotografías de principios del siglo pasado, cuando Hendaya era una pequeña villa costera donde veraneaba la clase alta.

Ayer, 17 de febrero de 2019, verifiqué que ya los han arrancado todos. Mejor dicho, han dejado tres, no sé si como recuerdo o como burla. Ayer me puse las bermudas, me descalcé y me dí el primer baño de pies de la temporada. Es una fecha muy temprana pero la primavera parece haberse adelantado (lo que sin duda es una falsa impresión) y ya llevamos una semana de sol, es decir, de algo inusitado por estas latitudes: un cielo azul sin una nube. Y no sólo una semana sino que este soleamiento invernal puede que se prolongue otra semana más.



Como saben bien del Ebro para abajo, el sol alegra los corazones, incluso los corazones de los que estamos medio acostumbrados a su escasa presencia. Yo suelo celebrarlo con un baño de pies, el primero de una larga serie de ellos. Según se aproxima el verano, el baño de pies se transforma en un baño completo, pero eso no se producirá hasta el mes de junio.

Entretanto, bien parapetado tras unas gafas de sol y un gorro de ala redonda, además de la preceptiva crema de protección solar (todas las precauciones son pocas para una piel delicada que fue demasiado expuesta al sol durante la infancia) bajé a la playa, sorteando un sinfín de vallas protectoras de las obras, que no de los paseantes.

En las mismas escaleras de acceso me descalzo y echo a andar por la orilla del mar hacia las Gemelas, es decir, hacia el este, dándole la espalda al sol. Es entonces, al bajar las escaleras, cuando me doy cuenta del enorme y desolador vacío que ha provocado en el paseo la ausencia de los tamarices. Cuando arrancan los árboles (y en Hendaya están arrancando muchos estas últimas semanas) lo más evidente es el vacío que se produce. Donde antes los ojos descansaban en el verde de las frondas ahora sólo encuentran vacío, ausencia, cielo descarnado.

Las obras para modificar el paseo marítimo y hacerlo más cómodo para los turistas (no voy a entrar en detalles porque los ignoro en su mayor parte y porque no me interesan gran cosa) han avanzado mucho las últimas semanas. El cemento y el hormigón han ganando terreno a marchas forzadas pues todo debe estar concluido para cuando comience la saison. Así pues, todos los tamarices arrancados, menos los tres que he citado no sé si como recuerdo o como burla o, tal vez, las dos cosas.

Uno ya está resignado, desde luego, y se limita a escribir algún artículo (que pocos leerán), más o menos nostálgico como este. Qué otra cosa se puede hacer y máxime cuando uno aquí sólo es un extranjero, un extranjero cotizante, claro está, pero extranjero al fin. Y aquí es como en todas partes, como en todo esta parte de Europa al menos. Hay un pequeño grupo de gente que se duele por este empobrecimiento de nuestras vidas, de nuestro medio ambiente, de la belleza de nuestro entorno. Hay un pequeño grupo de gente que se siente ofendido ante estas continuas agresiones en nombre de oscuros intereses particulares y supuestos beneficios económicos (al menos para el Ayuntamiento de la ciudad), y hay una mayoría que ni se entera, ni le importa ni falta que le hace.

Mientras esta correlación de fuerzas no se altere, al menos en un pequeño porcentaje, no hay demasiado que hacer. Mientras a los gobernantes les salgan gratis estos desmanes los seguirán perpetrando con la desvergüenza y el cinismo que les caracteriza. Ya pueden intentar inocular en los colegios y liceos el respeto al medio ambiente, ya pueden movilizarse contra el cambio climático como, según parece, está ocurriendo en algunos lugares de Europa estos últimos días, que mientras no cesen los desmanes protagonizados por políticos de todo pelaje y condición, grandes y pequeños, como más o con menos poder, no hay nada que hacer. Y yo no veo por ningún lado que esto se esté produciendo.

Así que uno tiene que quitarse de la cabeza toda esta cutrez política que nos rodeea, todo este negocio estatista del que tan bien vive una parte de la sociedad y disfrutar del paseo, sentir el estimulante roce de la arena en la planta de los pies para verificar si es verdad que la tierra transmite su energía a los que caminan descalzos. Y qué mejor sitio para hacerlo que la playa.

Qué fría está aún el agua, al menos en un primer momento. Incluso en un segundo. Me cuesta más de diez minutos desentumecer los pies tras haberlos sumergidos. La marea está bajando. Para pasear, sobre todo cuando hay mucha gente, como es el caso de hoy, nada como la bajamar. Hay muchos niños. Sus padres aprovechan para que jueguen al aire libre y en la orilla del mar. Para los niños la playa y el mar son una fuente de placer. No hay más que ver lo concentrados que están en sus juegos, la fascinación que en ellos produce el oleaje, su insistencia en quedarse un rato más cuando los padres les reclaman para irse. Ser perseguidos por una ola les produce una gran excitación. No es para menos. Hoy las olas no son grandes pero, de vez en cuando, llega alguna que rompe violentamente en la orilla, acompañada de un gran ruido y una gran mancha de espuma blanca que luego se transforma en una miríada de burbujas.

Llego hasta el pie del acantilado, en lo que llaman playa nudista, y doy la vuelta para desandar mis pasos. Hoy hay pocos nudistas. Esquivo a un pescador que ha lanzado su caña desde la orilla y monopoliza el paso. Para cuando llego al viejo casino el sol está ya muy bajo y el edificio proyecta una gran sombra sobre la playa. Después del paseo al sol la sombra produce frío.

Cuando abandono la playa aún debo sortear unas cuántas vallas para llegar a mi vehículo. La energía que me ha proporcionado el andar descalzo la utilizo para escribir estas líneas.