domingo, 1 de noviembre de 2020

La rutina acecha


Día 2. El sábado ha salido veraniego. Por la mañana he estado tentado de bajar a darme un baño, pero luego me ha dado pereza. Está el confinamiento y que la temperatura del agua ha descendido tres grados. Por el momento me atengo a lo ordenado por la autoridad y reservo mi salida para la hora vespertina.

Pese a estar todavía en el segundo día veo llegar, lentamente, la rutina del confinamiento. Hoy he repetido el paseo de ayer, aunque me he detenido un instante en la arboleda del camping. Los árboles han perdido ya todas sus hojas y hay unos pocos paseantes merodeando por las parcelas vacías.

La neblina de ayer ha desaparecido y el bulevar está menos concurrido. Creo que los españoles, que son los que animan un poco la villa, no han podido cruzar la frontera. He leído que la policía vasca ha puesto controles en los accesos a los puentes. La merma se nota sobre todo en los surferos, hoy apenas hay media docena.

En el horizonte se divisa tan solo una lejana vela blanca. Hacia el este asoman pinceladas rosas en el cielo. Hoy no tengo tantas ganas de andar como ayer y me siento un rato en un banco frente al mar.

Aunque aún no es de noche, ya está encendido el faro del cabo de Higuer. En Fuenterrabía hay una hilera de luces que sigue el perfil de la costa. A mis pies rompen las olas, con energía pero sin violencia.

Veo al hombre pelirrojo y su jabalí domesticado. No lo veía desde el verano. Mucha gente se sorprende al verlo, pero otros ya nos hemos habituado. Es un animal de buen tamaño, oscuro, pesado y, en apariencia, muy tranquilo. Va suelto, arrastrando una cuerda que lleva enganchada a la boca. Su comportamiento es como el de un perro. Lo olisquea todo y no se mete con nadie. El y su dueño se pasan horas sentados enfrente del Casino viejo, en pleno bulevar.

Poco a poco el mar parece ir azuleando. Los paseantes se retiran y yo opto por volver mientras quede un resquicio de luz.

Al pasar junto a la iglesia de Santa Ana, el interior está iluminado para el oficio vespertino de los sábados. En la puerta hay dos mendigos con sus perros. Un poco más allá me cruzo con una mujer y una niña. La mujer lleva una capa morada, un sombrero negro de pico largo y una peluca blanca. La niña no lleva ningún atuendo de Halloween.

Cuando paso junto al campo de rugby, me detengo un momento para contemplar los colores del ocaso tras el monte Jaizquibel. Son discretos.



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