Del Mundial de Qatar he visto los encuentros de la selección española y poco más. No me entusiasma lo que he visto. No me gusta el conservadurismo táctico que hoy predomina. Ni la excesiva tolerancia respecto a la violencia y a la fuerza bruta.
La televisión francesa emite en abierto al menos un partido diario. La ventaja es que apenas comprendo el argot futbolero francés, me ahorro soportar a los comentaristas, lo que no me ocurre, desdichadamente, cuando veo el partido por la televisión española. A veces recurro a suprimir el volumen y escucho música en los auriculares.
El fútbol que practica la selección española me provoca sensaciones contradictorias. En ocasiones, pocas, me gusta; por lo general, me aburre y el resto de las veces me irrita.
Me aburre el fútbol de pasecitos, en especial cuando los pasecitos son infructuosos y carecen de profundidad. Tiemblo cada vez que el guardameta se pone a jugar con los pies y ese rígido hábito de sacar de portería en corto me produce la misma inseguridad, porque la línea de defensa es floja.
Con el entrenador Luis Enrique me pasa algo parecido. Empezó cayéndome mal y luego, a medida que transcurre el Mundial, mi opinión sobre él ha mejorado mucho. Creo que hace bien su trabajo. La imagen que de él ha transmitido la prensa deportiva es tendenciosa. En los “streaming” que ha realizado he descubierto a un hombre que tiene una cualidad que aprecio mucho: el sentido del humor y, sobre todo, el sentido del humor aplicado a uno mismo.
Si me viene bien me asomaré al partido contra Marruecos. De lo contrario seguiré con otros asuntos más placenteros. Hay que desdramatizar el fútbol y tomarlo como lo que es: un pasatiempo sin mayor trascendencia.