domingo, 23 de marzo de 2008

SARTRE-BEAUVOIR, AMISTAD Y MENTIRAS


El primer día que pasaron juntos, a solas, ella escribió en su diario: “Me di cuenta de que aunque estuviéramos hablando hasta el día del Juicio Final siempre me sabría a poco”. La perspicaz Simone de Beauvoir había intuído la esencia de su relación con Jean-Paul Sartre: un amor intelectual, más allá de la pasión y el sexo, si es que un amor semejante puede recibir ese nombre.

En efecto, cuando ella tenía 33 años, durante la Ocupación alemana, supo que su relación sexual con Sartre había terminado. Ella lo toma con resignación: “Es algo aceptado que la costumbre acaba con el deseo del hombre”. Su padre había abandonado a su madre por el mismo motivo: George de Beauvoir perdió el interés por su mujer y empezó a frecuentar prostitutas.

En este punto en que muchas parejas se rompen ellos continúan su relación. Años después ella le confiesa a su amante americano Nelson Algren: “Mas que amor era una amistad íntima”.

Desde el principio de su relación ambos tuvieron otros amores y otros amantes. Ella con hombres y con mujeres. El sólo con mujeres. Y ambos con predilección por los jóvenes, circunstancia a la que no era ajena su condición de profesores de instituto.

Con el tiempo los que no fueron saliendo de sus vidas constituirían el clan Sartre, una curiosa mezcla de relaciones pasionales, afectivas e ideológicas, una familia sui generis en la que él oficiaba de patriarca y ella era su brazo derecho.

Sartre, al margen de sus abundantes relaciones esporádicas, practicaba una poligamia de hombre con posibles. Mantenía a varias mujeres y distribuía su tiempo entre ellas de una forma escrupulosa. Hasta las vacaciones las tenía repartidas. Ellas, en la mayor parte de los casos, ignoraban sus relaciones con las otras. Sólo Beauvoir –su cómplice y su coartada- estaba al corriente de todo.

En una ocasión, el que fuera su secretario durante décadas, Jean Cau, le preguntó al filósofo: “¿Cómo se las arregla con todas sus mujeres?” “En ocasiones hay que recurrir a un código moral transitorio”, fue la respuesta. Más adelante, ante la misma pregunta formulada por uno de sus biógrafos Sartre se muestra menos remilgado: “Les miento. Es más facil y más decente”. “¿A todas?” “A todas”. “¿Incluso al Castor?” “Sobre todo al Castor”.

Ella, por su parte, siempre mintió en público sobre sus relaciones con las mujeres: “Nunca hubo pasión sexual por mi parte”, aseguraba en contradicción a lo que relataba en su correspondencia privada. En este punto Beauvoir establece matices entre la “relación carnal” con mujeres, que no negaba, y “pasión sexual”. Tal vez reservaba esta para sus amores masculinos, pero no parece probable.

Todas estas circunstancias provocaron que a muchos la pareja les recordaba al vizconde de Valmont y a la marquesa de Merteil de Las amistades peligrosas.

No puede negarse, sin embargo, que ambos hicieron lo posible por no ocultar la verdad de las cosas a las generaciones futuras. Pero hubo que esperar a sus fallecimientos y a la publicación de sus respectivas correspondencias para conocer la verdad de sus relaciones. En este sentido fueron transparentes y ejemplares.

Curioso también sus respectivas paternidades transferidas. Ninguno de los dos tuvo hijos pero ambos adoptaron, por separado, a dos jóvenes: él a Arlette Elkaïm y ella a Syvie Le Bon. Ambas fueron sus amantes y albaceas literarias.

En los años sesenta y setenta muchos jóvenes consideraron la “relación abierta” de Beauvoir y Sartre como un ejemplo. El tiempo y la investigación ha puesto las cosas en su sitio. La escritora angloaustraliana Hazel Rowley ha publicado un libro extraordinario en el que estudia la historia de esta pareja. Esta nota es fruto de su lectura.