jueves, 29 de diciembre de 2016

Un paseo tranquilo por el Ziburumendi

La campiña de Lapurdi desde la cima del Ziburumendi

Mañana nublada de sábado. Un paseo hasta el Ziburumendi (412 m.) desde Olhette. El coche se queda en el parking que se utiliza para subir al Larrún, pero yo sigo un camino paralelo por la derecha. Durante el suave ascenso por una senda muy clara se contemplan unas vistas hermosas de los montes que rodean al Larrún. La cima de éste, sin embargo, está tapada por las nubes. De vez en cuando asoma la punta de la antena. Por el camino pedregoso irrumpe un petirrojo que me acompaña un rato dando saltitos. Le dejo unas migas de mi pain de raisin y ya no lo veo más.

Perfiles del Larrún, oculto por las nubes

Al llegar al collado de Deskarga (273 m.) giro a la derecha para afrontar las rampas del Ziburumendi. En la antecima hay unas ruinas. Cuando me dispongo a acometer la última cuesta empiezo a escuchar unos extraños ladridos, tan extraños que dudo si son ladridos o los emite algún otro animal de mayor tamaño. Al final se descubre el misterio: son cinco grandes perros de caza, todos blancos, que husmean con frenesí. Luego aparece un cazador, con su escopeta al hombro, que les imparte órdenes en vasco y con gran energía.


En la cima, además de muy hermosas vistas sobre la campiña de Lapurdi y la costa vasca, hay una cruz, una cruz que parece sostenerse sobre un túmulo de piedras, casi todas lajas (están en todas partes por aquí). En la base de la cruz hay una hornacina con una Virgen en su interior.



Me despido de una docena de ovejas que pacen en las inmediaciones y comienzo a descender. Enseguida doy con una ermita muy rústica, cercada por un muro de lajas en forma de semicírculo. La edificación aprovecha un hueco del terreno para acoplar una estructura de madera que sirve de tejado y está abierta. En el interior de la gruta, a diferentes alturas y sobre las rocas, hay una cruz y pequeños objetos devocionales, además de una fotografía. He visto alguna otra ermita similar en esta comarca. Parece muy representativa de la devoción religiosa popular.

La ruta empieza y termina junto al arroyo

El camino de vuelta sigue un trazado en zigzag muy llevadero. Entre prados y campas voy dejando atrás la cima, que, en la distancia, tiene una suave forma ondulada. Un paseo tranquilo y agradable de apenas cinco kilómetros, ideal para desentumecer el cuerpo y el espíritu.





martes, 27 de diciembre de 2016

Viaje a pie, de Julio Villar

Julio Villar el pasado verano. Foto Lusa.




“Me gusta pararme y prestar atención.” JV.

Este libro, que ya tiene treinta años, acaba de reeditarse. Una buena oportunidad de conseguirlo.

Son los apuntes de un viaje a pie, durante todo el otoño, entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Es el segundo libro de Julio Villar. El anterior, Eh, petrel, trata sobre un viaje alrededor del mundo de cuatro años de duración en un pequeño velero.

“En mi viaje no he visitado grandes ciudades, ni tan siquiera pueblos prósperos; no he subido ni a altas ni a difíciles montañas ni he entrado en castillos o museos célebres. Mi ruta la he trazado sobre la dura, modesta e ingrata tierra… con la simpleza del animal que va de aquí para allá, sin niguna intención preconcebida.”

“Voy con pocas cosas… y con mi andar nada cambio. O casi nada. Me gusta que sea así. De otra forma no hubiera dado ni un solo paso.”

Las notas, deshilvanadas, están impregnadas de una sencilla y nada afectada poesía; también hay algunos poemas y dibujos.

En mi opinión es un libro muy hermoso, que transmite un gran amor a la naturaleza y a la vida, una vida libre, errante, solitaria.


“Lo he visto todo claro.
También lo he visto todo oscuro.
Que no se me olvide.”

“Si alguna vez, estando contigo, me ves que
acaricio una roca, o que miro con ternura
hacia una nube… no pienses que no te estoy
engañando…
Porque te estoy engañando.”

“El abuelo me dijo:
-Si no va a ningún sitio no se perderá.
Y la abuela:
-De todas formas, no saldrá del país, por mucho que se pierda.””
“Creo que comprendo mejor lo simple y lo pequeño que lo espectacular y gigante.”


En la solapa de la edición que manejo hay una excelente reseña del escritor Marià Manent. Desconozco si se ha incluído en la nueva edición. “Las pinceladas líricas de Julio Villar –dice Manent- recuerdan más de una vez la poesía de William Blake. El don poético de este espectador tan sensible le inspira inolvidables imágenes.”

Julio Villar, Viaje a pie, Editorial Juventud, 210 páginas



  


El escarabajo verde. Incluye un video y entrevista relacionada con la lucha de JV contra la implantación indiscriminada de los aerogeneradores.



sábado, 24 de diciembre de 2016

Deambulando entre Biriatou e Ibardin


Después de caminar un par de horas, me he sentado en un hito del camino para almorzar. Las dos yeguas se han acercado a inspeccionar y se han ido, juntas, tranquilamente, camino adelante.

El Xoldokogaina está a un paso de Hendaya. Una vez en Biriatou puede elegirse entre un buen número de caminos, tanto para ascender sus 486 metros de altura, como para bordearlo o para llegar hasta las ventas de Ibardin.

La vegetación es pobre, se ve que ha sido sobreexplotada o, tal vez, destinada a unos pastos que conocieron tiempos mejores. Helechos y argoma ocupan casi todo el terreno. Pero los caminos son cómodos, las vistas sobre la costa espectaculares y no faltan añosos ejemplares de roble.


La silueta de las Peñas de Aya, preponderante en toda la comarca. El camino pedregoso viene empinado.

Con tiempo seco es un lugar excelente para caminar a cielo abierto y pasar unas horas agradables sin coches atufando y en la tranquila compañía de potros y yeguas que pastan por las laderas.

La línea divisoria entre los dos países sólo está trazada en los mapas. No faltan las megalitos.




























Viejo camino, árbol, piedra y cielo. El agua no anda lejos.


La gran loma herbosa del Xoldokogaina. Los frutos rojos exuberantes del acebo.


El lago de Ibardin, o el lago del Xoldokogaina, escoltado por viejo robles. Caminos y sendas lo ciñen, bordas alargadas para el ganado, caballos que pastan en las laderas.

El monte Calvario en Biriatou

En el parque de Abbadie con llovizna de verano

Tarde azul con luna






sábado, 17 de diciembre de 2016

El fiasco de “Paterson”, de Jim Jarmusch


He visto esta película sin prejuicio alguno. Las críticas que he leído son excelentes. Estaba dispuesto a disfrutarla a tope. Había visto dos o tres películas de Jim Jarmusch que me han gustado, en especial El camino del samurái. Sin embargo Paterson, aún reconociendo sus excelencia visual y el excelente trabajo que lleva a cabo el actor protagonista (Adam Driver) me ha decepcionado, me ha aburrido y, lo que es peor, me ha irritado. Incluso me planteo si esta película no es en realidad una obra satírica que los críticos no han sabido entender, una película que se ha quedado con la aureola de poética e, incluso, de obra maestra, sin serlo. Pero claro, si no se trata de una pieza satírica, entonces… es un fracaso.

La película está estructurada en siete partes, correspondientes a cada día de la semana en la vida de un conductor de autobuses, que además escribe poesía, su esposa y su perro. Cada una de las partes empieza con el despertar del conductor. Pues bien, para el martes, yo ya estaba empezando a mosquearme. El martes, como ya hizo el lunes, ella, cuando aún no ha abierto los ojos, se pone a contarle a su pareja que ha vuelto a soñar con él; en esta ocasión sueña que iban a tener gemelos. El pone cara de poker, o de lelo, o de ensimismado, no sé bien cómo calificarla. Es la cara que ya mantendrá durante todo el metraje. Y no es para menos porque ella es una petarda y una empalagosa. La expresión de Paterson (el protagonista se llama como la ciudad en la que vive) es tan indescifrable que no se sabe si está localmente enamorado o si, en el fondo, está completamente resignado a la pareja que le ha tocado en suerte.

Además, esta pareja, tiene un perro, Marvin, una especie de bulldog. Un perro con derecho a butaca con mantita. Y el perro, para mayor escarnio, habla, es decir, interviene en los diálogos con sus expresiones. Confieso que no soy demasiado partidario de las películas con perro protagonista. El perro, a todas luces, es de ella, pero Paterson se ocupa de sacarlo por las noches y parece claro que siente escasa simpatía por el animal aunque, como todo en su vida, lo lleva con resignación.


Esta película chirría por varias de sus costuras. Lo peor, quizá, es Laura, la joven y bella esposa. Como he señalado, una petarda. Laura no sabe lo que quiere, o peor, quiere demasiadas cosas. El lunes quiere ser cantante de country, el martes repostera, el miércoles pintora y el jueves vuelve a lo del lunes y en este plan. Lo que sí hace es pintar y manualidades. Pinta toda la casa, de arriba abajo, pero siempre en blanco y negro y con motivos geométricos: las paredes, los suelos, las cortinas, las alfombras, el coche. Por supuesto, toda la ropa que lleva es en blanco y negro y con motivos geométricos. De vez en cuando, mientras pinta la pared, se da un brochazo en el vestido que lleva puesto y corre al espejo a mirar qué tal le queda. En fin, ¡tela!

Paterson, por su parte, se levanta a las 6.15, desayuna unos cereales con forma de minirrosquillas -que parecen pienso para perros flotando en un líquido blancuzco-, camina hasta la estación de autobuses y conduce su viejo vehículo hasta que concluye su jornada laboral. En la pausa para comer se va a un parque y, mientras come, escribe sus poemas en un cuaderno. Una voz en off nos lee lo que escribe y a medida que lo escribe.

Estos poemas, inspirados en su poeta favorito, William Carlos Williams, que también vivió en Paterson, son mediocres tirando a malos, para qué nos vamos a engañar. Pero, bueno, él tampoco parece darles demasiada importancia, aunque en realidad sí se la da, pues pasa la mayor parte de su tiempo libre escribiéndolos.

A este joven se le ve buena gente, pero es un poco panoli, aunque tampoco descarto que en realidad sea un tipo zen y yo no lo haya captado adecuadamente. Resulta agradable, salvo cuando se le ve comiendo, pues tiene la costumbre de beber agua con la boca llena, lo que resulta un poco infantil.


Quizá lo mejor de la película sea el final, pero tras una avalancha de diálogos anodinos y deslavazados y una hora y media de un aburrimiento plano, un buen final ya consuela poco. A mí me dio la impresión de que el público alrededor se aburría, pero si hacemos caso de la crítica periodística estamos ante una obra maestra.


jueves, 15 de diciembre de 2016

Por hayedos alfombrados y rasos con acebos, camino del Izu

El hayedo de Eskaz por la mañana

El bosque está sombrío por la mañana. Cuando regrese, al atardecer, la luz de poniente le dará alegría y calidez. Una ardilla cruza el camino a la carrera; tiene la cola más larga que el pequeño cuerpo. La senda, sembrada de piedras y raíces, requiere atención. Tengo ganas de salir ya al raso. Cada vez me gusta más caminar por lugares abiertos y despejados.

Un rebaño de ovejas se ha concentrado, a mi paso, bajo un robledal. Voy dejando a la derecha un pinar muy espeso y, finalmente, salgo a cielo abierto. En la distancia veo el trazado que sigue el camino, flanqueado por puestos de caza, afortunadamente desiertos.

Por la izquierda, abajo, diviso los tejados de los pabellones industriales de Lesaka. Luego empiezan a verse los acebos, algunos de troncos añosos, cargados con sus frutos rojos, aislados en la ladera; viejos robles se apostan junto al camino.




En el cruce de Pagolleta hay una losa de granito con un signo que parece un báculo. Me pregunto si será un petrogrifo, pero luego leo que se trata de un mojón de la Colegiata de Santa María de Roncesvalles, propietaria de estas tierras entre los siglos XIII y mediados del XIX. ¡Casi nada!

La encrucijada es muy amena, con viejos robles, acebos y una gran chabola, además de los puestos de caza encaramados a las copas de los árboles. En un rato empieza la pendiente para alcanzar la cima del Izu. Yo sigo de frente, pero por la derecha, a través del hayedo, hay un camino mucho más cómodo que elegiré para regresar y que casi nos deja también en la cima.

Hacia el Izu

Yanci/Igantzi en el fondo del valle

Durante la subida se pasa junto a varios pequeños cromlech y algún túmulo. Hay algunos pasos fatigosos. En el fondo del valle aparece Yanci/Igantzi. Desde tan arriba me cuesta reconocer el pueblo en el que pasé una larga temporada y que tantos recuerdos me trae. Al otro lado, el embalse de Artikutza, rodeado de bosques.


Varios cromlechs junto a la cima del Izu

La cima del Izu es amplia y herbosa. Hay varios cromlechs. Me acomodo junto a uno de ellos y doy cuenta de mi almuerzo. Luego me tumbo un rato al sol. Apenas pasan aviones y solo al cabo de un buen rato se dejan ver un par de buitres.





La bajada por el hayedo resulta muy agradable, el suelo alfombrado por la hojarasca que en ocasiones oculta el camino. Por donde he venido me vuelvo, lo que no suele ser habitual. Tiene su interés. La luz ha cambiado y, con ella, la impresión del paisaje. El bosque se ha vuelto más alegre, menos lóbrego. Unos caballos pastan junto al camino. Se apartan un poco a mi paso.


sábado, 10 de diciembre de 2016

La libertad en "Desgracia" de Coetzee, 2


[…]

Pero el meollo de este libro está en el tema de la libertad. Para el profesor Lurie, el protagonista, la libertad de su deseo está por encima de todo, incluso por encima de mantener su empleo. Es por ello que no pone interés en defenderse frente a las acusaciones del comité disciplinario que debe juzgar sobre su relación con una alumna más joven y sobre las irregularidades académicas que ha perpetrado para protegerla y favorecerla. Mejor irse, prefiere perderlo todo que someterse a semejante inquisición entre puritana y corporativa.

El caso de su única hija, Lucy, es totalmente opuesto. Ella, por razones que no se explican, pero que pueden intuirse, acepta someterse a lo que a todas luces es una indignidad, un abuso, con tal de poder continuar viviendo en su casa campestre. Con el añadido de que puede elegir. Cuenta con la ayuda de su padre para irse, para rehacer su vida en otro lugar. Pero ni siquiera la incertidumbre social y política (estamos en la Sudáfrica previa a la caída del régimen supremacista), los previsibles cambios que se van a producir, le hacen cambiar de actitud.

Y el padre, por amor a su hija, haciendo de tripas corazón. asume una situación que le repugna y que él nunca hubiera aceptado para sí mismo.

A vueltas siempre con la libertad. Y una certeza: nunca es gratis y, muchas veces, es carísima. Algo que nuestras sociedades líquidas (o gaseosas) parecen haber olvidado.


viernes, 9 de diciembre de 2016

Desgracia, de J.M. Coetzee, 1

De mi primera lectura de Desgracia sólo recordaba la fuerte impresión que me causó. Creo que fue la primera novela de Coetzee que leí.

La relectura no me ha defraudado. Me ha impresionado menos pero, quizá, me ha interesado más.

Me gusta la rebeldía del protagonista, un profesor universitario cincuentón y divorciado, especialista en los poetas románticos ingleses, que tiene una relación con una de sus jóvenes alumnas y sufre la demoledora represión de sus colegas docentes.

Me llama la atención que el autor, en 1999, hace más de quince años, ya alertara sobre los excesos de las políticas de género y, en general sobre la hipocresía del nuevo puritanismo que nos asola.

El segundo tema importante es uno de los más persistentes en la obra de Coetzee, el del maltrato a los animales. Es loable el esfuerzo que realiza este autor para desnudar este asunto, habida cuenta de que nuestra sociedad, en otro alarde de hipocresía, desvía la mirada sobre el trato cruel e indigno que se realiza en los criaderos industriales.

Por último, el tema de la paternidad y el de la impotencia de un padre cuando ve que su hija está dispuesta a pasar por la indignidad de una resignación humillante con tal de poder continuar con la vida que ha elegido.

Un autor siempre interesante que no elude las responsabilidades éticas que todo artista debería afrontar.

La traducción llevada a cabo por Miguel Martínez-Lage me parece bastante descuidada.

La entrada que la Wikipedia dedica a esta obra mejor olvidarla. Supongo que es una mala traducción.



martes, 6 de diciembre de 2016

Los cromlechs de Eguiar, en Oyarzun





El otoño termina. Ya hay más hojas en el suelo que en los árboles. Pero aún quedan días soleados. Algunos con viento del sur. Son días ideales para caminar por el campo, por el monte.

He dejado el coche en el collado de Elurretxe y me adentro en el pinar en dirección oeste, hacia Oyarzun. Ni siquiera haré una ruta completa, sino tan sólo un fragmento, el que me conducirá hasta la necrópolis prehistórica de Eguiar.


Enseguida camino a cielo abierto, en ligero descenso. Hay muchos alerces, ahora dorados bajo la luz del sol. También yeguas que pastan relajadas en compañía de algún potros.

Casi desde cualquier punto del trayecto las vistas son inmejorables. Al principio, sobre la desembocadura del Bidasoa, con el mar neblinoso al fondo. Luego aparece la bahía de La Concha, delimitada por la isla de Santa Clara. Finalmente se incorpora el caserío de Oyarzun.

La carretera aparece y desaparece entre prados y manchas arbóreas. Apenas hay tráfico, tampoco paseantes. Las peñas de Lerun, a la izquierda, donde hay algunas vías de escalada, se yerguen con mucha prestancia junto al camino. Sólo me encuentro con un montañero, que viene faldeando el cresterío granítico.

El valle de Oyarzun y, a la derecha, la bahía de San Sebastián

El acceso a la necrópolis está a pie de carretera. Un camino ancho, bien acondicionado, te deja en el umbral. Es un lugar fascinante. La primera impresión, con los círculos de piedra extendidos sobre una suave loma, sobrecoge. La sensación de estar en un lugar especial es inmediata.

Hay un total de siete cromlechs de formas elípticas y circulares. Algunos con altas piedras erguidas o testigos. Las piedras son las propias de la zona: rocas de conglomerados con cantos rodados en su interior.

Los crómlechs son posteriores a los dólmenes. Hay unanimidad entre los especialistas en considerarlos obra de pastores. Pertenecen a la Edad del Hierro, desde hace 3500 años hasta nuestra era.


En los dólmenes se procedía al enterramiento de los cadáveres. Los cromlechs dan paso a la incineración. Los cromlechs, según ha escrito el arqueólogo Jesús Altuna, son círculos de piedras en cuyo centro se depositaba una cerámica que contenía las cenizas del cadáver previamente incinerado. A veces estas cenizas o huesos calcinados se depositaban directamente en tierra o en pequeñas cistas limitadas por piedras.

Trato de imaginar cómo era el mundo que veía uno de esos pastores. La orografía, sin duda, sería la misma: el mar, las montañas, los valles. La fauna también sería parecida, más abundante que ahora, seguramente. La flora estaría compuesta por variedades autóctonas, no habría la proliferación de pinos actual. Tampoco habría tanta deforestación. Lo que es seguro es que el imaginario pastor lo vería todo desnudo, sin edificios, sin carreteras, sin antenas.


Uno de los perfiles de las Peñas de Aya

Cuando me dispongo a regresar sobre mis pasos, después de almorzar bajo el último sol del otoño, aparece un montañero. Charlamos un rato y, como vamos en la misma dirección, caminamos juntos. Se llama Felipe. Durante el trayecto, Felipe hace algo asombroso en los tiempos que corren. De vez en cuando se agacha, recoge alguna basura (cartuchos, plásticos y hasta un pañuelo abandonado), la deposita en una bolsa y se la lleva para tirarla en el lugar adecuado. Cuando llegamos hasta mi vehículo ya tiene la bolsa llena.



De vuelta me detengo a fotografiar las sinuosidades otoñales de la carretera que atraviesa el parque.

La ruta en Wikiloc




jueves, 1 de diciembre de 2016

"Sin destino", de Kertész: Auschwitz desde el estupor y la ironía trágica de un adolescente

Kertész en Barcelona en 2007. Foto: Elisenda Pons

Estamos en el último año de la Segunda Guerra Mundial, con Alemania en retroceso y la maquinaria para la aniquilación de judíos funcionando industrialmente, a pleno rendimiento.

Un muchacho húngaro, estudiante de secundaria, de quince años, es capturado por la policía de su propio país y enviado al campo de exterminio de Auschwitz, donde permanecerá tres días (suficientes para darse cuenta de lo que se perpetraba allí) y luego a los campos de tortura (oficialmente trabajo) de Buchenwald y de Zeitz. Un año al borde de la muerte.

Pese a las similitudes con su propia experiencia, Imré Kertész siempre ha calificado esta obra, publicada en 1975, como novela. Carece de importancia si es novela, memorias, autobiografía o ficción. La catalogación literaria ni quita ni pone.

Hay dos características que diferencian este libro de otros relacionados con el mismo tema. La primera es la ironía de la voz narradora. La segunda, la falta de sentimentalismo.

Sobra decir, como no podía ser menos, que esta novela es terrible. Pero las dos características citadas, en especial la primera, la ironía, hacen que la lectura sea, cuando menos, soportable. El autor no busca zarandearnos, sino impregnarnos con calma del horror y la barbarie.

El protagonista, György Kóvas, es alegre, ingenuo, confiado, acaba de conocer a una chica. Vive con su padre y su madrastra. De vez en cuando ve a su madre. El padre acaba de ser enviado a un campo. Ya no volverá a saber de él hasta el final que conocerá su muerte.

Lo meten en un tren, con otros muchachos de su edad, y él lo mira todo con ingenuidad, con esperanza. Y con ironía, una ironía que se irá incrementando a lo largo de la obra.

Su único objetivo, como le ocurriría a cualquier ser humano, es sobrevivir. Al principio, por increíble que parezca, siente, en comparación con sus compatriotas húngaros, una admiración estética por los soldados alemanes. Su primer sentimiento es de estupor. Kertész dosifica con maestría el estupor, para ir, poco a poco, desvelando la esencia y finalidad de los campos de exterminio.

No hay detalles morbosos. Todo está sugerido, lo que incrementa la eficacia de la narración, pues deja un gran espacio a la libertad imaginativa del lector.

El protagonista, como el resto de las víctimas, sufre una serie de pruebas que le van transformando y minando. Primero, el robo. Luego el hacinamiento (la falta de espacio para dormir), el frío (apenas un uniforme andrajoso y un calzado pésimo), el hambre (una dieta consistente en un plato de sopa y un mendrugo de pan que enferma a los presos y les provoca un envejecimiento acelerado), los trabajos forzados, las enfermedades, las palizas… Todo ello aparejado a las dos maldiciones de los campos: “el aburrimiento y la espera.”

La clave está en no abandonarse, en ahorrar energía, en adaptarse. El trata de ser “un buen preso” pues sabe que esa es su remota esperanza de salir con vida. Pero llega un momento, cuando es depositado en una carretilla junto a un montón de cadáveres, en que la energía mental y física le abandona y está a punto de morir.

György extrae algunas conclusiones. Una de ellas es que, en las más destructivas condiciones de la vida humana, la “imaginación del hombre permanece libre.” Ningún poder puede controlar esa cualidad del ser humano. Descubre además que la vanidad es algo que acompaña a los hombres hasta el final. Finalmente, se percata del valor de la vida y de la importancia de vivirla de la mejor manera posible: “Cuando era libre –se lamenta- no había vivido de la mejor manera posible”. Sufría por cosas que ahora le parecen irrisorias.

Al cabo de un año, cuando la derrota de Alemania termina con la guerra, el muchacho que vuelve a su casa ya es otro. Barrunta que la experiencia le ha dejado marcado de por vida, que hay un antes y un después de Auschwitz.

Kertész, por su parte, malvivió como escritor y periodista durante otros cuarenta años, bajo la dictadura comunista que sufrió Hungría hasta que, finalmente, su obra fue reconocida en Alemania, tremenda paradoja, y de allí expandida al resto del mundo. Recibió el Premio Nobel en 2002.

El resto de la obra de Kertész, que poco a poco voy conociendo y asimilando, también gira en torno al llamado Holocausto, sin olvidar la dictadura comunista. Según él no hemos aprendido gran cosa de la lección de Auschwitz y, en consecuencia, no descarta que pueda repetirse. El origen del Holocausto, y en esto coincide con Hanna Arendt, no radica en el antisemitismo, sino en la naturaleza de nuestra cultura, que se basa en un poder político omnipotente que somete a cuerpos y almas mediante el miedo y la culpa.

Imré Kertész, Sin destino. Editorial Acantilado.

Sexo en los campos de exterminio nazis