A bordo del Aitona Julián III, potente motora que, en apenas diez minutos, te deja en el embarcadero de la isla de Santa Clara, que cierra la bahía de San Sebastián.
Hay dos caminos. El de la derecha, llano, bordea la isla de cara a la ciudad. Pero, en menos de doscientos metros está cerrado. Se escucha el impacto del mar sobre las rocas.
El otro camino, en fuerte pendiente, es una calzada. A media altura se abre a la izquierda un paseo confeccionado con pequeñas lajas de piedra y flanqueado por tamarices. Conduce hasta el faro. Cada poco se abren miradores hacia Igueldo y luego hacia el inmenso horizonte marítimo. Lo surcan veleros diminutos y alguno más grande.
En la altura el sonido del mar parece alejarse y, en su lugar, se escucha el viento deslizándose entre la espesa vegetación.
Mi cita para entrar en la casa del faro –donde la escultora Cristina Iglesias ha construido su Hondalea–, es a las 6.30 de la tarde. Aún falta una hora.
Junto al edificio del faro, con vistas sobre el océano y sobre Urgull y el puerto, hay un parque frondoso con mesas y bancos de piedra. Me acomodo y picoteo una fruta. Luego leo poemas de Bertolt Brecht, a quien tenía olvidado:
“Sabemos que estamos de paso
y que nada importante vendrá después de nosotros.”
Se escuchan voces lejanas, pero enseguida me llega una intensa sensación de aislamiento acompañada por el sonido de las ráfagas de viento.
Nunca había visitado esta pequeña isla. Su reducido tamaño y las hermosas vistas te hacen sentirte muy solitario.
Cristina Iglesias dice en una entrevista que la visita a su Hondalea comienza en el muelle donostiarra. Voy cumpliendo el programa esta soleada y ventosa tarde otoñal.