Las horas solitarias es uno de mis libros favoritos de Pío Baroja. Se trata de un dietario que discurre a lo largo de un año, que debió ser hacia 1916, pues la obra fue publicada al año siguiente.
En esa época, en plena Primera Guerra Mundial, Baroja pasó la mayor parte del año en Itzea, su casa en Vera de Bidasoa. Desde ella contempla el discurrir de las cuatro estaciones, confeccionando una serie de espléndidos paisajes bidasotarras.
En una de sus entradas finales relata que están talando una buena porción de árboles en el término municipal. Lo atribuye a que el Ayuntamiento los está vendiendo. A diario observa que por la carretera que pasa frente a Itzea pasan carros con muchos troncos cortados.
“Ahora --señala-- nos estropean los montes; en el Baztán han tirado en poco tiempo árboles por valor de 400.000 duros.”
En opinión de Baroja la causa de ello está en el poco amor del español “por los paisajes suaves con árboles”. Lo atribuye a que el español “es gente de desierto, de aduar.”
No se conforma con lamentar la desaparición del arbolado sino que también denuncia que, incluso desde antes, han estropeado el río Bidasoa.
“El Bidasoa ya no es un río --dice--, sino una serie de presas y de canales, a cual más antipáticos.”
Sobre este “afeamiento sistemático del país” habla un día con un señor al que encuentra en el tranvía de la frontera. El señor argumenta que eso da dinero, y Baroja asegura que no le ve ventaja alguna a ese dinero. “Si se notara con la industrialización del país un aumento de la cultura, me parecería bien… Lo único que veo es que cada vez hay más fábricas y cada vez más gente de esa.”
Y señala a un fraile, “con aire de patán y rascándose las barbas.”
Termina con una estocada barojiana: “La verdad es que cortar árboles y estropear ríos, para dar como producto espiritual a los frailes, no es, desde un punto de vista de la cultura, un buen negocio.”
En esa época, en plena Primera Guerra Mundial, Baroja pasó la mayor parte del año en Itzea, su casa en Vera de Bidasoa. Desde ella contempla el discurrir de las cuatro estaciones, confeccionando una serie de espléndidos paisajes bidasotarras.
En una de sus entradas finales relata que están talando una buena porción de árboles en el término municipal. Lo atribuye a que el Ayuntamiento los está vendiendo. A diario observa que por la carretera que pasa frente a Itzea pasan carros con muchos troncos cortados.
“Ahora --señala-- nos estropean los montes; en el Baztán han tirado en poco tiempo árboles por valor de 400.000 duros.”
En opinión de Baroja la causa de ello está en el poco amor del español “por los paisajes suaves con árboles”. Lo atribuye a que el español “es gente de desierto, de aduar.”
No se conforma con lamentar la desaparición del arbolado sino que también denuncia que, incluso desde antes, han estropeado el río Bidasoa.
“El Bidasoa ya no es un río --dice--, sino una serie de presas y de canales, a cual más antipáticos.”
Sobre este “afeamiento sistemático del país” habla un día con un señor al que encuentra en el tranvía de la frontera. El señor argumenta que eso da dinero, y Baroja asegura que no le ve ventaja alguna a ese dinero. “Si se notara con la industrialización del país un aumento de la cultura, me parecería bien… Lo único que veo es que cada vez hay más fábricas y cada vez más gente de esa.”
Y señala a un fraile, “con aire de patán y rascándose las barbas.”
Termina con una estocada barojiana: “La verdad es que cortar árboles y estropear ríos, para dar como producto espiritual a los frailes, no es, desde un punto de vista de la cultura, un buen negocio.”
Qué no diría don Pío si viera el estado actual de los bosques y los ríos.
Imagen: Pío Baroja, retrato de Ramón Casas.
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