jueves, 10 de septiembre de 2009

José Jiménez Lozano, "Historia de un otoño" (1)


Esta novela, tanto tiempo buscada, se me apareció escondida en un rincón de una librería de La Guardia durante las vacaciones. Trata sobre los últimos días de la abadía femenina de Port-Royal, mandada arrasar por Luis XIV, con el consentimiento de la Iglesia, bajo la acusación de jansenismo. El interés por este tema me lo contagió Jiménez Lozano, pero también ha sido tratado por José de Arteche en su espléndido libro sobre Saint-Cyran.


-Monsieur Le Noir pensó, entonces, que verdaderamente Port-Royal era el único lugar del mundo en que se creía que la verdad podría defenderse por sí sola, pero, a la vez, que tenía que sostenerse hasta la muerte la fidelidad a la propia conciencia, y, también, que la verdad nunca podría triunfar en este mundo y que toda verdad termina siempre crucificada entre la palabrería y los intereses de los hombres, como la Verdad fue crucificada entre los dos ladrones.

-La fe misma está destinada a la derrota y la humillación.

-Y, sin embargo, las femeninas redondeces ejercerán siempre sobre el espíritu humano esa especie de fascinación absoluta que lo redondo tenía para los espíritus griegos. Para el pobre cristiano medio, también en esas turgencias está la felicidad.

-La peor incontinencia es la del poder, Monseñor –contestó-. Sobre todo, cuando la parte que se desea conquistar no se rinde, como una duquesa, ni ante el oro o las caricias, ni ante las amenazas.
-Tampoco yo soy un teólogo, pero me percato bien de lo que nos estamos jugando en este juego entre jansenistas y jesuitas, que ya dura cincuenta años. Los primeros apuestan por Dios contra el hombre; los segundos por el hombre, no contra Dios, pero éste queda un poco relegado. Y entonces, yo, el pobre arzobispo de París ¿qué elijo? (…)
Yo creo en la vida –añadió, volviendo a beber- y la vida es buena. Dios pareció sorprendido, según nos dice el Génesis, de esta vida que había salido de sus manos. Este vino es bueno, me gusta la buena mesa y me encantan los vestidos delicados, los buenos libros, los bellos cuadros. No soy un asceta. Al menos de los que tratan de engañarse , diciendo que todo esto es vano. No, no es vano. ¡Cómo alegra el corazón del hombre! Tampoco he sido insensible a los encantos femeninos y dudé mucho antes de aceptar las órdenes. Y sigue sorprendiéndome la muerte. Es algo a lo que no puedo acostumbrarme. ¿Por qué tenemos que morir? Sí, ya sé, a consecuencia del pecado (…) ¿Por qué mueren los animales? (…) El hombre no desea el cielo, señor Nuncio. Simplemente, a su esperanza, a su idealismo sobre lo que debería ser esta vida y su eterna duración lo llama cielo.

-Y sin embargo –dijo el cardenal- lo que se nos dice en la Escritura sobre el cielo no es lo que busca nuestro corazón: esta vida. Oíd, señor Nuncio, oíd la lluvia. En primavera volverá el verdor inigualable del que la propia Biblia ha tomado idea para pintarnos el Paraiso. Un Paraiso de tierra. Mirad el fuego, esa criatura brillante de mil lenguas de oro. Mirad los ojos de un niño (…) Los teólogos dicen que veremos la esencia de Dios. ¿Cómo puede este gusano de la tierra, a quien basta un borgoña y un poco de fuego para colmar su sed de felicidad, desear la esencia de Dios? (…) ¿Cómo no van a luchar los que carecen de los bienes de este mundo para gozar de ellos? Siempre habrá frondas hasta que todos sean felices; y, cuando todos logren ser felices…, olvidarán a Dios.

Imagen: Luis Antonio de Noailles (1651-1729), arzobispo de París, el dubitativo protagonista de esta novela.

-