Esta es una película para jóvenes y para papás de jóvenes. Ellos se verán reflejados en la pantalla, sobre todo los de clase media-media, los norteamericanos y, por extensión, sus correspondientes en el mundo desarrollado. A mí me coge ya fuera de juego, así que me he aburrido levemente, nada grave por otra parte, y, como suele ocurrirme en estos casos, he salido del cine ligeramente irritado. Había poco apetecible en la cartelera y me he fiado de un crítico del que no debí fiarme. A ver si espabilo.
Aprovechando que la tarde era agradablemente soleada a la
salida del cine me he dado un paseo, me he metido en una galería de arte contemporáneo y
he visto una exposición que aún me ha parecido más banal que la propia
película. Visto lo cual me he encaminado a mi antiguo bar favorito, situado
sobre el puerto, -donde no ponía los pies desde hacía una década- y me he
tomado una caña mientras pergeñaba unas notas y,
de vez en cuando, contemplaba los rayos de sol poniente que se colaban por
la puerta abierta. Esto fue lo que anoté:
Título rhomeriano, pero falso. Su título original es
Escritores, que también es bastante falso pero que se ajusta bastante al
contenido. Pero, ¿quién iba a ver en España una película que se titula
Escritores?
Pero se trata de “escritores” a la manera norteamericana,
como toda la película que es toda ella muy norteamericana, en el fondo muy políticamente
correcta aunque lo intente disimular. Casi todo parece un simulacro, una
falsedad, una impostura.
Asistimos a las vidas de los cuatro miembros de una
familia. Vemos sus actividades de gente bien, sus coches, su casa en la playa, su
buen pasar, sus ordenadores de última generación, sus fiestas, su sexo
desinhibido, sus diálogos, a veces graciosos.
Tenemos a un padre novelista de éxito, en plena crisis
creativa y matrimonial; su mujer -a la que espía- se ha ido con un tío cachas y
guaperas que regenta un gimnasio. Y tenemos a los dos hijos, estudiantes y
también escritores. Esta saturación de escritores ya debería alarmar a
cualquiera.
La mayor, que acaba de publicar su primera novela, es cínica,
promiscua, odiadora de su madre (a quien responsabiliza de la infelicidad de su
padre), y estudiante de literatura (creativa, por supuesto).
El otro hijo, admirador incondicional de Stephan King, es un
romántico introvertido, fumador de cannabis y enamorado de una dieciséisañera
problemática.
Van pasando los minutos, adobados en cancioncillas pop
bastante amenas, citas literarias más bien convencionales y algunos chistes que
no están mal. Hay algún toque melodramático, para que no falte nada y uno lo va
sobrellevando. Hasta que, hacia el minuto noventa, aparece el truco, el truco
que no podía faltar, el que siempre surge en tantas obras de creación, y
entonces la película se desmorona, pero como ya estamos casi al final, uno
corre un tupido velo, deja su escepticismo a un lado y se deja seducir por un
final perfectamente previsible, correcto y comme
il faut.
Hasta aquí lo que anoté ayer. Esta mañana, cuando ya unas
cuantas horas han depurado la primera impresión, uno se siente más benévolo:
tal vez esa chica no fuera tan insoportable; tal vez el padre no fuera tan
capullo como parece; tal vez…
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