Era demasiado bueno para que durara. En la carrera institucional hacia el
grado cero de la cultura, la Diputación guipuzcoana se dispone a dar otro paso
adelante. Le van a hincar el diente al centro cultural Koldo Mitxelena, una
biblioteca centenaria, una de las mejores bibliotecas del país. Anuncian dos
años de cierre para efectuar reformas en el edificio. Bienvenidas sean. Pero el
resto de lo que el diputado de Cultura ha avanzado en la prensa es para
temblar.
El diputado ha proclamado que el Koldo Mitxelena se retirará de la función
de “lectura pública y del préstamo de libros”. Consideran que esa función de
préstamo ya la cubren otras bibliotecas (las municipales, supongo). Dicen que
quieren “reposicionar el centro” y que quieren conseguir un “espacio para la
reflexión”. Y rematan con el esotérico deseo de hacer una “biblioteca
experiencial”. Si. “Experiencial”. Dicho con toda soltura y sin rubor.
Temo por los préstamos. Temo por el libre acceso a los libros que se han
reunido en esta biblioteca durante generaciones. Temo que para conseguir libros
interesantes en préstamo nos manden a cualquier pueblo o a cualquier barrio, o
nos hagan pasar las horas encerrados en alguna confortable sala. No hablo de
las novelitas del momento, las guías de viaje, los de gastronomía, los comics,
etc. Estoy hablando de los libros serios, los de la cultura de aprender (no de
pasar el rato), los libros sobre la belleza y sobre el espíritu. Esos libros
que ahora permanecen en los anaqueles menos visitados y, en su mayor parte, en
la sala de fondos reservados, esos libros que no engrosan las estadísticas que
tanto gustan a los políticos y que en las que se basan para justifican sus
descabellados proyectos. Estoy hablando de los libros que leemos unos pocos,
ciertamente, pero que constituyen el fondo imprescindible de toda biblioteca
seria y de prestigio.
Los que nos están llevando de la mano hacia una cultura tibia, folclórica y
descafeinada, deberían ocuparse de que las bibliotecas no estén invadidas por
estudiantes con sus apuntes, de abuelas que van a pasar la tarde con sus nietos
o de gentes más o menos legales a la búsqueda de conexiones wifi gratuitas para
sus móviles. Todos ellos, sin duda, tienen sus derechos, pero no a costa de los
lectores ni de la cultura con fundamento.
Seguirá. Lamentablemente.
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