Según algunos medios españoles, una persona no puede vivir en un apartamento de 25 m2, pero cuatro sí pueden en uno de 60 m2.
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Inmigrantes clandestinos. Paseo vespertino con cielo gris y llovizna. Camino de la playa veo a cuatro inmigrantes clandestinos, adolescentes subsaharianos, que se dirigen hacia los alrededores de la estación de arriba. El lugar debe ser punto de encuentro del contrabando humano. He visto a docenas de ellos durante los últimos meses dirigirse hacia ese lugar.
Qué pena me dan estos chavales. Cuánto sufrimiento. Supongo que los que se acogen a las mafias son los que pasan. El resto lo tiene más difícil porque la Policía los intercepta en cuanto pasan el puente internacional, aunque es previsible que tarde o temprano lo consigan.
Aquí, en la frontera occidental entre España y Francia, siempre ha habido contrabando de personas. ¡La de portugueses que se habrán ahogado en el río Bidasoa en la segunda mitad del siglo pasado! No fueron pocos los que se lucraron a cuenta de aquella pobre gente.
He andado tranquilo. En el armario de libros --que está desvencijado de tanto uso-- he encontrado una joyita y me la he traído debajo del brazo. Es una traducción del Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais. La bonita edición, en pasta dura, contiene un breve estudio de Gonzalo Torrente Ballester.
La verdad es que no doy abasto con todo el papel impreso que tengo pendiente de lectura.
Me he asomado a la bahía. En Hondarribia se encendían las primeras luces. La mar estaba rebosante y balanceaba los veleros amarrados en el puerto deportivo. En cuanto ha caído la noche los paseantes han desparecido. A partir del anochecer en las calles hendayesas sólo circulan los coches.
He llegado a casa bajo la luz mortecina de las farolas y sin cruzarme con nadie.
Plácido D. confiesa sus abusos sobre mujeres que estaban bajo su posición hegemónica en el mundo de la ópera. Aún hay fanáticos que se lo reprochan. --No dejes que la realidad estropee tu brillante ideología machista.
Granizada. Para cuando he salido ya era mediodía. Las fuertes rachas del oeste me han llevado por calles entre villas en lugar de atravesar el camping --muy expuesto--. Un poco antes del puerto deportivo, ha caído algo de granizo. El paraguas del Ikea se ha comportado, pese a que en un par de ocasiones el viento le ha dado la vuelta.
El granizo me ha disuadido de seguir y he girado hacia la playa. Con el viento de espaldas he comenzado el regreso. La mar estaba creciendo y llena de olas blancas que venían a romper junto al muro. El cielo oscuro y cargado de nubes le prestaba un interesante aspecto dramático. Por efecto del viento, las olas al romper se erizaban y funcionaban como aspersores de agua. No había surferos.
No me he cruzado con nadie mientras ascendía por la calle. Una mujer venía detrás de mí, cada uno escondido tras su paraguas.
“El engendro liberticida de Irene”, editorializa Libertad Digital. Están muy equivocados: no es liberticidio, es puritanismo.
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