Sábado. Mediado agosto en Hendaya. Uno de esos días en que hay tanta gente, tantos coches, que no sabes por dónde escapar para dar un paseo tranquilo.
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Tumbado en el sofá, veo en la televisión la última hora de la carrera de maratón. Qué maravilla, tanto deportiva como la puesta en escena y la propia retransmisión, con esos espectaculares planos aéreos. Los franceses saben vender lo suyo, con arte y desenvoltura. Qué decir del admirable y conmovedor esfuerzo de los maratonianos. La maratón es la única prueba en la que quedar en el puesto cuarenta --como los dos españoles que han participado-- es un honor y una proeza. Lástima que los locutores compitan entre ellos y se quiten la palabra.
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Esta mañana había un aparatoso control de la policía nacional en la frontera, sentido Francia. Creo que estaban buscando a Puigdemont por si venía a darse un chapuzón en la playa de Hendaya.
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He ido a Correos para recoger un paquete. Al terminar me han ofrecido comprar ¡un cupón de la Once! Algo muy grave está pasando.
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Los silencios de Sánchez son como los de Franco: ominosos.
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Están dando un golpe de estado a cámara lenta, sin luz y sin taquígrafos. No sé si Sánchez es el director o el tonto útil.
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Vuelta de Puchi, el prófugo catalán: nos toman por tontos. Nos han perdido todo el respeto.
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El diploma nos sabe a medalla; el bronce, a plata; la plata, a oro; y el oro… nos lo merecemos. Tenemos alterado el sentido del gusto y, aún más, el sentido de la realidad.
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¿Votar a los 16? ¿Y por qué no a los 14? Y que votar puntúe para la selectividad. De esta forma nuestro sistema educativo luciría en todo su esplendor.
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Sé, pero sin pasarte.
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