miércoles, 6 de noviembre de 2013

En la Cartuja de Miraflores

Con lluvia y viento, una mañana desapacible, salgo desde Gamonal hasta la Cartuja de Miraflores, situada en lo alto de una loma dentro del gran parque burgalés de Fuentes Blancas. A medida que me aproximo la lluvia disminuye pero apenas me cruzo con nadie y encuentro el camino embarrado.

Por una senda alcanzo la Fuente del Prior. El restaurante que había aquí, cuya especialidad eran las paellas, ha sido clausurado por la crisis. Por el camino hago algunas fotos.

Conocía la Cartuja de Miraflores de una visita anterior, pero tenía interés en volver a verla tras la restauración de que fue objeto el año pasado. La iglesia, de estilo gótico tardío, fue fundada en 1442 por el rey Juan II de Castilla pero el grueso de la obra fue realizada por su hija, Isabel la Católica, con planos y dirección de Juan de Colonia y, después, por su hijo Simón de Colonia.

Juan de Colonia, fue un arquitecto alemán que introdujo en Castilla el estilo gótico flamígero. Las formas germanas del último gótico -impregnadas del gusto flamenco-, renovaron el gótico francés imperante hasta entonces. Esta arquitectura se caracteriza por un decorativismo delicado y minucioso que da a las obras una laboriosidad de orfebre.

Este hombre fue también el autor de las agujas de las torres de la categral de Burgos, el cimborrio de la misma y de dos de sus capillas, la de la Visitación y la de la Concepción, destinadas a albergar los sepulcros de dos afamados obispos: Alonso de Cartagena y Luis Acuña.

Tras un patio se accede a la portada de la iglesia donde, bajo un arco conopial, hay un tímpano con una “Compasión”, la Virgen con su Hijo muerto en brazos. Sobre el arco, sendos escudos: el de Castilla y León y el de Juan II.

El templo es de una sola nave, dividida en cuatro espacios, uno a continuación del otro. A mano derecha puede verse la preciosa talla de San Bruno, fundador de la orden Cartuja, obra del escultor Manuel Pereira, que trabajó en la corte española en el XVII. Es una obra de mucho carácter y expresividad que refleja una personalidad ascética, como la orden que fundó.

Bruno de Colonia (c. 1030-1101) fue un monje alemán que se dedicó a la docencia en Francia hasta que optó por la vida de ermitaño bajo la dirección de Roberto de Molesmes, fundador del Císter en Francia. El obispo de Grenoble, Hugo, le cede la zona montañosa de la Cartuja o "Chartreuse" en francés, donde construye un oratorio rodeado de celdas con lo que nace la orden en el año 1084.

El retablo de Gil de Siloé, en madera dorada y policromada, es un jeroglífico. Simboliza el misterio de la Redención. No dispongo de monedas para iluminarlo, he venido sin un euro. El portero me ha regalado el folleto explicativo, que costaba un euro. La visita es gratuita.

Del mismo Gil de Siloé son los sepulcros de los reyes –Juan II e Isabel de Portugal-, en alabastro. Una profusión de figuras y adornos esculpidos minuciosamente. Tiene forma de estrella de ocho puntas y se necesitaría un buen rato para apreciarlo en todos sus detalles, además de traspasar la cerca que lo rodea, lo cual no es posible.

El sepulcro del infante Alfonso, fallecido a los catorce años, hijo de los anteriores y hermano de Isabel, que fue quien decidió enterrar en esta iglesia a su familia, varios años después de los fallecimientos respectivos. Está adosado al lado del Evangelio y también es obra, en alabastro, de Gil de Siloé, en estilo gótico del siglo XV.

Sólo hay una capilla destinada al culto, muy austera, muy sobria. El resto de las capillas están ocupadas por un museo. Entre otras pinturas destaca una bonita Anunciación de Pedro Berruguete y una copia del retrato de la reina Isabel a cargo del pintor renacentista Juan de Flandes. La reina aparece al final de su vida, envejecida, sin rastro de idealización, con su pequeña boca de piñón.

Hay también pinturas murales, diversos objetos litúrgicos y una selección de manuscritos e incunables.

El folleto que me ha guiado se despide con una sentencia muy cartujana: “Que Dios te dé la paz que el mundo no te puede dar.”

Aprovecho que ha dejado de llover para comer algo sentado en un banco junto a la carretera de acceso. Una rama seca de pino cae a un metro a mi izquierda arrancada por el viento. No parece demasiado pesada, pero ha sido una suerte que no me cayera encima. Prosigo mi refrigerio

En la denominada playa de Fuentes Blancas, una suerte de embalse que forma el río Arlanzón, en medio de la tribu de los patos, sobre una rama, veo un cormorán solitario. ¿Qué hace un ave marina a trescientos kilómetros del mar? Luego leo, ya no recuerdo dónde, que ha visto cormoranes en Córdoba. No son privativos de la costa, al menos hoy en día.

Mi visita ha durado una hora. Salgo con la cabeza pesada, recargada. Este gótico tardío es demasiado denso para mi gusto, demasiado alejado de la naturalidad, excesivamente idealista, afectado, aristocrático y, lo peor, no exento de pretenciosidad, monárquica en este caso.

No sé hasta qué punto este ambiente tan recargado puede favorecer la oración. La vida que llevan a aquí estos monjes se me antoja poco natural, no tanto por las normas estrictas como por el encierro. ¿Qué sentido tiene vivir alejado de los centros urbanos, de las sociedades humanas, en medio de la naturaleza, como en este caso y en tantos otros, para luego no salir al campo más que un día a la semana? Es algo que se me escapa.

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