sábado, 2 de noviembre de 2013

Entre Castrillo del Val y el Monasterio de Cardeña

Campos del monasterio de San Pedro Cardeña, que aparece al fondo

Viajando en coche por la meseta, se ven esos caminos ocres, que se introducen en el paisaje desnudo y árido, se pierden entre recovecos y uno siente el deseo de abandonar el vehículo y recorrerlos sin mirar atrás. Algo de eso he experimentado en esta ruta, denominada la del destierro del Cid, que arranca en Castrillo del Val, a una docena de kilómetros de Burgos, y pasa por el monasterio de San Pedro Cardeña, donde estuvo enterrado el Cid tantos años, antes de que sus restos fueran trasladados a la catedral burgalesa.
Castrillo del Val
La mañana sale muy nubosa, con pequeños resquicios en el cielo por donde se cuela esporádicamente el sol. Dejo el coche en la plaza mayor de Castrillo del Val, un espacio abierto conformado por el Ayuntamiento, dos grandes castaños, que han dejado el suelo sembrado de erizos, y un crucero.

Enseguida dejo atrás el pueblo, por un camino ancho y fácil que discurre entre sembrados y barbechos y escoltado por aulagas y otros arbustos. Pasa una bandada de aves migratorias, dibujando la tradicional uve con rumbo hacia el sur. Pasan también dos gamos asustadizos, que corren dando saltos y que desaparecen entre la vegetación.

Todo discurre apaciblemente, con el camino perfectamente marcado hasta que, de pronto, el camino aparece interrumpido por un campo arado. No sé qué ha pasado, si me he pasado alguna desviación o qué. Intento bordear el campo pero, debido a las últimas lluvias, transito por un barrizal. Después de varios tanteos doy con una sendita que, finalmente, concluye junto a otro camino ancho. El único problema es que ha desaparecido la señalización y, como la tostada siempre cae por el lado de la mantequila, me voy en sentido contrario.

El camino termina en una carretera que asciende hasta Cardeñajimeno.  Cuando por fin doy con la ruta hacia el monasterio de San Pedro Cardeña me percato de que el rodeo me ha costado una hora. Bueno, me digo, por lo menos no llueve. Ya estoy otra vez en la buena dirección y, llegado al punto más elevado, vislumbro la torre del monasterio, que está metido en un vallecito. Pero se conoce que hoy toca ejercicio severo y, en un cruce, vuelvo a tomar la dirección equivocada. Ocurre que el camino se ha ido estrechando poco a poco y aparezco en un campo de girasoles, lo que me obliga a bordearlo de nuevo y a transitar campo a través, lo que con el barro sobreabundante resulta agotador.

Para cuando quiero rectificar ya estoy tan adentro que no merece la pena regresar así que tiro para adelante y termino exhausto. Al fin veo el muro que delimita la propiedad del monasterio y en el muro, una verja abierta que conduce a un camino precioso, bordeado de campos cultivados con mimo. Estoy demasiado cansado como para bordear el muro así que tiro por el medio. Sólo espero que no me echen a los perros porque la senda tiene toda la pinta de ser privada. En fin, me digo, esperemos que los buenos monjes sean benevolentes con un intruso. Durante el trayecto no veo un alma. Un poco antes de llegar a la primera edificación, que resulta estar medio en ruinas, escucho un aleteo al borde del camino. Un pajarillo asustado y herido trata de huir, pero apenas consigue ocultarse en la maleza. Lo dejo a su destino y alcanzo la otra verja, también abierta y en la que figura el cartel de No pasar. Pero ya estoy en el crucero que preside la plaza frente al monasterio.

 San Pedro Cardeña

Sólo me queda energía para sentarme en uno de sus peldaños y comer algo a ver si vuelvo en mí. Me digo que es imperdonable haber llegado hasta aquí y no visitar el monasterio pero, además de poco energía, tengo las botas llenas de barro y lo voy a poner todo perdido, así que me limita a darle un vistazo a la iglesia, que está abierta. Una verja me impide el paso pero, desde ella, puedo ver  la nave principal y una capilla a mi derecha.


La luminosidad y la desnudez de las paredes, en la zona del altar mayor, me indican que estoy en una iglesia cisterciense. Otro tanto me dice la capilla lateral. Me encantan los espacios del Císter y hago votos por regresar lo antes posible para hacer una visita lo más detallada posible pero, de momento, aún me queda mucho camino y es preciso orientarse.

A partir de aquí se anda por una pista amplia que llanea. De vez en cuando se ve una encina. Escucho los ladridos lejanos y potentes de dos mastines que vigilan una finca, tras una cerca, afortunadamente. A mano derecha se dejan los restos de una cantera y comienza un recorrido por un bosque de encinas y quejigos, con senderos de piedras y tierra rojiza reblandecida por las últimas lluvias.

Aquí ya no se escucha el ruido de la carretera, sino que hay un gran silencio que, lamentablemente, no dura demasiado, pues lo interrumpe el estruendo de la omnipresente máquina de cortar madera.

El camino sube y baja, la espesura del bosque tiene un color entre verde y gris, por efecto de un líquen que ha colonizado los pequeños robles o quejigos y ha invadido, de forma espectacular, los troncos y las ramas. Se ven setas aquí y allá.

Tras dos o tres kilómetros aparece, a mano derecha, la primera de las cuevas, que no tiene nombre, pero sí un cartel en el que se informa sobre las dimensiones de la misma. La boca es estrecha pero el interior, al que me asomo con prudencia, debe de ser profundo. Hace falta valor para meterse en un sitio como éste pero, como es sabido, hay gente que ha hecho de esto su afición y, a veces, un modo de vida.

El sendero gira luego a la izquierda y se estrecha considerablemente. Por alguna razón desconocida para mí los líquenes sobre el arbolado se han incrementado. Pronto aparecen las denominadas Cuevas del Carrascal, situadas sobre un pequeño promontorio. Se ven tres grandes bocas y luego ya no se ve más debido a la oscuridad. Por aquí cerca está también la Cueva del Portal de Belén.
Cuevas del Carrascal
Dos kilómetros adelante, en un suave descenso y tras salir del bosque y volver a divisar los campos y la llanura del páramo, aparece de nuevo Castrillo del Val. En el momento en que llego a la primera calle veo a un pastor conduciendo un rebaño de ovejas hacia los campos; los perros se muestran infatigables en su trabajo.

Cuando me estoy quitando las botas junto al coche y debajo de los castaños de la plaza llega un perrillo para saludarme. Luego se vuelve con su amo, un hombre de edad que camina lentamente.

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2 comentarios:

  1. Un relato de un paseo a pie por los caminos de Castilla... Un tema clásico, siempre ameno de vivir, de contar y de leer.

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