Campos del monasterio de San Pedro Cardeña, que aparece al fondo
Viajando en coche por la meseta, se ven esos caminos ocres,
que se introducen en el paisaje desnudo y árido, se pierden entre recovecos y uno
siente el deseo de abandonar el vehículo y recorrerlos sin mirar atrás. Algo de
eso he experimentado en esta ruta, denominada la del destierro del Cid, que
arranca en Castrillo del Val, a una docena de kilómetros de Burgos, y pasa por
el monasterio de San Pedro Cardeña, donde estuvo enterrado el Cid tantos años,
antes de que sus restos fueran trasladados a la catedral burgalesa.
Castrillo del Val
La mañana sale muy nubosa, con pequeños resquicios en el
cielo por donde se cuela esporádicamente el sol. Dejo el coche en la plaza
mayor de Castrillo del Val, un espacio abierto conformado por el Ayuntamiento,
dos grandes castaños, que han dejado el suelo sembrado de erizos, y un crucero.
Enseguida dejo atrás el pueblo, por un camino ancho y fácil que
discurre entre sembrados y barbechos y escoltado por aulagas y otros arbustos.
Pasa una bandada de aves migratorias, dibujando la tradicional uve con rumbo
hacia el sur. Pasan también dos gamos asustadizos, que corren dando saltos y
que desaparecen entre la vegetación.
Todo discurre apaciblemente, con el camino perfectamente
marcado hasta que, de pronto, el camino aparece interrumpido por un campo
arado. No sé qué ha pasado, si me he pasado alguna desviación o qué. Intento
bordear el campo pero, debido a las últimas lluvias, transito por un barrizal.
Después de varios tanteos doy con una sendita que, finalmente, concluye junto a
otro camino ancho. El único problema es que ha desaparecido la señalización y,
como la tostada siempre cae por el lado de la mantequila, me voy en sentido
contrario.
El camino termina en una carretera que asciende hasta
Cardeñajimeno. Cuando por fin doy con la
ruta hacia el monasterio de San Pedro Cardeña me percato de que el rodeo me ha
costado una hora. Bueno, me digo, por lo menos no llueve. Ya estoy otra vez en
la buena dirección y, llegado al punto más elevado, vislumbro la torre del monasterio,
que está metido en un vallecito. Pero se conoce que hoy toca ejercicio severo
y, en un cruce, vuelvo a tomar la dirección equivocada. Ocurre que el camino se
ha ido estrechando poco a poco y aparezco en un campo de girasoles, lo que me
obliga a bordearlo de nuevo y a transitar campo a través, lo que con el barro
sobreabundante resulta agotador.
Para cuando quiero rectificar ya estoy tan adentro que no
merece la pena regresar así que tiro para adelante y termino exhausto. Al fin
veo el muro que delimita la propiedad del monasterio y en el muro, una verja
abierta que conduce a un camino precioso, bordeado de campos cultivados con
mimo. Estoy demasiado cansado como para bordear el muro así que tiro por el
medio. Sólo espero que no me echen a los perros porque la senda tiene toda la
pinta de ser privada. En fin, me digo, esperemos que los buenos monjes sean
benevolentes con un intruso. Durante el trayecto no veo un alma. Un poco antes
de llegar a la primera edificación, que resulta estar medio en ruinas, escucho
un aleteo al borde del camino. Un pajarillo asustado y herido trata de huir,
pero apenas consigue ocultarse en la maleza. Lo dejo a su destino y alcanzo la
otra verja, también abierta y en la que figura el cartel de No pasar. Pero ya estoy
en el crucero que preside la plaza frente al monasterio.
San Pedro Cardeña
Sólo me queda energía para sentarme en uno de sus peldaños y
comer algo a ver si vuelvo en mí. Me digo que es imperdonable haber llegado
hasta aquí y no visitar el monasterio pero, además de poco energía, tengo las
botas llenas de barro y lo voy a poner todo perdido, así que me limita a darle
un vistazo a la iglesia, que está abierta. Una verja me impide el paso pero,
desde ella, puedo ver la nave principal
y una capilla a mi derecha.
La luminosidad y la desnudez de las paredes, en la zona del
altar mayor, me indican que estoy en una iglesia cisterciense. Otro tanto me
dice la capilla lateral. Me encantan los espacios del Císter y hago votos por
regresar lo antes posible para hacer una visita lo más detallada posible pero,
de momento, aún me queda mucho camino y es preciso orientarse.
A partir de aquí se anda por una pista amplia que llanea. De
vez en cuando se ve una encina. Escucho los ladridos lejanos y potentes de dos
mastines que vigilan una finca, tras una cerca, afortunadamente. A mano derecha
se dejan los restos de una cantera y comienza un recorrido por un bosque de
encinas y quejigos, con senderos de piedras y tierra rojiza reblandecida por
las últimas lluvias.
Aquí ya no se escucha el ruido de la carretera, sino que hay
un gran silencio que, lamentablemente, no dura demasiado, pues lo interrumpe el
estruendo de la omnipresente máquina de cortar madera.
El camino sube y baja, la espesura del bosque tiene un color
entre verde y gris, por efecto de un líquen que ha colonizado los pequeños
robles o quejigos y ha invadido, de forma espectacular, los troncos y las
ramas. Se ven setas aquí y allá.
Tras dos o tres kilómetros aparece, a mano derecha, la primera
de las cuevas, que no tiene nombre, pero sí un cartel en el que se informa
sobre las dimensiones de la misma. La boca es estrecha pero el interior, al que
me asomo con prudencia, debe de ser profundo. Hace falta valor para meterse en
un sitio como éste pero, como es sabido, hay gente que ha hecho de esto su
afición y, a veces, un modo de vida.
El sendero gira luego a la izquierda y se estrecha
considerablemente. Por alguna razón desconocida para mí los líquenes sobre el
arbolado se han incrementado. Pronto aparecen las denominadas Cuevas del
Carrascal, situadas sobre un pequeño promontorio. Se ven tres grandes bocas y
luego ya no se ve más debido a la oscuridad. Por aquí cerca está también la
Cueva del Portal de Belén.
Cuevas del Carrascal
Dos kilómetros adelante, en un suave descenso y tras salir
del bosque y volver a divisar los campos y la llanura del páramo, aparece de
nuevo Castrillo del Val. En el momento en que llego a la primera calle veo a un
pastor conduciendo un rebaño de ovejas hacia los campos; los perros se muestran
infatigables en su trabajo.
Cuando me estoy quitando las botas junto al coche y debajo
de los castaños de la plaza llega un perrillo para saludarme. Luego se vuelve
con su amo, un hombre de edad que camina lentamente.
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Un relato de un paseo a pie por los caminos de Castilla... Un tema clásico, siempre ameno de vivir, de contar y de leer.
ResponderEliminarMuchas gracias Glo. Un abrazo.
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