Dejo el coche en Valdelateja, a orillas del Rudrón, atravieso el puente y,
al fin, puedo tomarme un café, en un bar-restaurante situado en el comienzo
del camino, junto a la iglesia. En cuanto acabo salgo al sendero estrecho que
se interna en el bosque de ribera y que se prolonga a lo largo de siete u ocho
kilómetros, casi hasta Pesquera de Ebro, en un trazado que acompaña al principio
a este afluente y que, a la altura de
una central eléctrica, se une al Ebro.
La senda serpentea y en todo momento se escucha el rumor de
las aguas aunque, en muchas ocasiones, el boscaje es tan denso que oculta el
caudal. La vegetación es muy variada (tilos, alisos, sauces, fresnos) aunque
parecen predominar los robles.
En todo momento se es consciente de caminar por el fondo de
un gran desfiladero. No hay más que levantar la vista para quedar impresionado
por la altura de los farallones, la irregularidad de sus formas y la belleza de
sus paredes ocres y grises sobre las que, por tramos, se posan los rayos del
sol o sobrevuela algún buitre.
Las aguas del río bajan rápidas y caudalosas, algo turbias;
algunas ramas de alisos se inclinan sobre las aguas en las que afloran también
algunas rocas. En el punto donde el Rudrón confluye con el Ebro hay un puente,
que es necesario atravesar para alcanzar la otra orilla. Aquí se pasa junto a
una central eléctrica y, a mano izquierda, si se desea, puede llegarse hasta
una ermita.
El camino prosigue infatigable, siempre en compañía del río,
y de algunos pájaros que se dejan oir desde lo alto del arbolado. La vegetación
es tan densa que apenas hay algún hueco que permite llegar hasta la misma
orilla.
La aparición de una gran chopera anuncia el final de la
senda y la proximidad de Pesquera de Ebro, situado unos metros más arriba.
Dicen que en este bonito pueblo, en los siglos XVI y XVII , predominaban los
hidalgos y es por ellos que abundan tanto los escudos, los palacios y las casas
blasonadas. En la actualidad la iglesia está medio abandonada y carga con un
servicio completo de contenedores de basura adosados a uno de sus muros. Frente
a ella hay un crucero donde me detengo a reponer fuerzas.
Después del café en el bar-restaurante, donde se ve bastante
actividad pese a tratarse de un día laborable, o quizá precisamente por eso,
continúo el camino, que pasa por un puente y, pocos metros después, por una
ermita en cuya fachada hay adosados dos escudos que desentonan un poco; la
entrada está protegida por dos naranjos. El interior de la capilla está pintado
de blanco, con unos remates azules que le dan un aire como griego.
Pese a que estaba anunciada lluvia, ésta no se presenta
hasta el momento de abandonar la capilla, pero apenas dura cinco minutos, el
tiempo de transitar por una carretera antes de tomar la senda que, en cuatro o
cinco kilómetros, asciende hasta el pueblo de Cortiguera.
El camino ahora es una pista ancha, abierta y muy bien
señalizada pues, a partir de ahora, el trazado se superpone al gran recorrido
del Ebro (GR-99). Estamos cogiendo altura para regresar a Valdelateja pero
ahora lo haremos por la parte alta del cañón, de tan forma que el Ebro queda
allá abajo a nuestros pies, lo que permite unas vista espectaculares que
justifican sobradamente la fama y popularidad de este recorrido.
Ha dejado de llover y la tarde está fresca y agradable. Uno
tiene la sensación de ser el dueño de todo cuando recorre en soledad estos
parajes por los que no transita nadie. Un par de metros por delante,
atravesando la pista, aparece una viborilla que se menea ondulante y que,
cuando me detecta, saca su lengua viperina como diciendo: no se te ocurra
molestarme, algo que en ningún momento se me ha pasado por la cabeza.
El pueblo semiabandonado y disperso de Cortiguera está incrustado
en una ladera. Dicen que en él instalaron sus hogares antiguos indianos
enriquecidos; debían ser gentes poco sociables, a juzgar por la ubicación de la
localidad. La iglesia, que se ve a la entrada, está en ruinas.
Siguiendo el camino se llega junto a un palacio, con sus
escudos correspondientes, al que hace compañía un lavadero y una fuente. Es
difícil imaginar que exista un palacio en un lugar apartado como este.
Sigo mi camino. Estos pueblos abandonados siempre me
resultan un punto inquietantes. A partir de aquí veo muchas endrinas, los
frutos que se utilizan para fabricar el pacharán. Picoteo un par de ellas.
Tienen una semilla muy gruesa para su tamaño y son amargas. Prefiero las moras,
de las que encuentro abundantes y que voy picotenado y resultan dulces y refrescantes.
Continúo a buen ritmo por un encinar, gracias a que el
trazado inicia un movimiento descendente. Desde estas alturas, y a mano
derecha, hay unas vistas impresionantes sobre el cañón y el río, que aparece
allá abajo como algo insignificante frente a la majestuosidad de estos farallones.
No me detengo mucho tiempo en la contemplación porque me viene un vértigo
espantoso.
El último tramo del recorrido es muy vertical y sinuoso y
está sembrado de piedras lo que, en algunos tramos, obliga a tomar
precauciones. Las vistas sobre las moles rocosas, algunas en forma de grandes
mesas, continúan siendo espectaculares. Es éste un paisaje inolvidable.
No tardo en divisar, al fondo del valle, los tejados de
Valdelateja. Los últimos metros me dejan en el bar-restaurante del principio,
en cuya terraza, descanso un rato, mientras tomo un café, con el murmullo del
Rudrón que circula unos metros más abajo.
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