El domingo, con viento del sur, salí a dar un paseo al atardecer. La
gente miraba con insistencia hacia el cielo. Eran las grullas, procedentes del
norte de Europa que se desplazaban hacia Extremadura y Marruecos para invernar.
Varios cientos de ejemplares, en sucesivas bandadas. Volaban en las típicas
formaciones en uve, a media altura, silenciosas, lo que es raro en seres tan
propensos al alboroto.
Las grullas son aves grandes, más de dos metros de envergadura, dotadas
de cuerpos estilizados como flechas y grandes alas que se curvan durante el
vuelo. Están diseñadas para recorrer grandes distancias. Crían en el norte y,
durante su primer año de vida vuelan en compañía de sus progenitores, tanto a
la ida como a la vuelta.
Desde la playa de Hendaya las veía pasar hasta perderlas de vista. Al cabo de poco
tiempo muchas de ellas estaban de vuelta, debido probablemente a la caída de la
luz y a la necesidad de cobijarse durante la noche. Sobrevolaban la bahía y,
finalmente, se han quedado en la denominada isla de los pájaros.
En esta islita no es probable que encontraran comida, así que esa noche,
en pleno viaje, les tocaba ayunar.
Cuando ya era noche cerrada seguía escuchando sus gritos trompeteros. Me
acerqué hasta la bahía para verificar su presencia. Apenas vi algunas
sobrevolar, pero el bullicio era considerable.
Por la mañana tenía que madrugar y, aún de noche, me detuve frente a la
bahía, pero ni se escuchaba ruido alguno ni se las veía. Una hora más tarde,
con la incierta luz de la mañana, verifiqué que habían levantado el vuelo.
A estas horas ya estarán reponiéndose con las bellotas de las dehesas
extremeñas.
Al margen del espectáculo de su paso, verificar los ciclos de la vida y de la naturaleza siempre emociona.
Al margen del espectáculo de su paso, verificar los ciclos de la vida y de la naturaleza siempre emociona.
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